«¿USTED va a escribir eso, periodista?», pregunta la mujer, como advirtiéndome que cosas como esas no deben divulgarse, aunque cuantos pasen por ahí se enteren. Estamos en El Rincón Moderno, cafetería, restaurante, especie de parador que desde hace decenas de años, con una fortuna inestable, ofrece sus servicios a los viajeros que transitan por la Vía Blanca principalmente hacia Matanzas, Varadero y Cárdenas.
El episodio comienza cuando pregunto, en el espacio para productos en moneda nacional (pesos), cuál es el precio de las maltas que se venden —en una mezcla que ahora no juzgo— en CUC. Una de las dependientas responde que 65 centavos. Y yo, sin comentar nada, me traslado al extremo derecho del inmueble donde en un espacio similar se ofertan diversos comestibles, todos en CUC. La malta, idéntica en marca y volumen a la que vi unos minutos antes, tiene un precio de 50 centavos. La diferencia, desde luego, suscita la curiosidad de cualquiera, y más si el cliente de ocasión es un periodista. ¿Tanta diferencia entre los precios de un mismo producto a menos de diez metros?
Hago, pues, lo normal: pregunto en el puesto de pesos mezclados con CUC, previendo una estafa, una subida clandestina, y las dependientas me informan que ese precio lo decidió la dirección de Gastronomía de Matanzas. ¿Cómo es posible? Imagino que nunca nadie comprará una malta aquí, si al lado vale 15 centavos menos. Eso mismo alegan las compañeras. Y como venden tan poco, a veces oyen el rumor de que el establecimiento desaparecerá para cedérselo a la cadena que opera la tiendecita de al lado. Y fíjese —me hacen recordar— que es el único punto en moneda nacional de la Vía Blanca…
Como suelo aclarar cada vez que escribo esta sección, no me impulsa un afán de descubrir detalles escabrosos, para luego regodearme públicamente con ellos. Me salen al paso. Y los aprovecho para llamar la atención acerca de las contradicciones que, como alfileres, marcan el plano de nuestra vida social. Evidentemente, contradice el recto sentido que alguien ponga precios que al lado, en otra tienda, estén por debajo hasta en 15 centavos. Excluyo cualquier afinidad con la llamada competencia comercial del capitalismo. No se trata de una guerra de lucro. Pero, aunque el mercado esté limpio de los resortes impuros de las sociedades de consumo, maltrata la razón el poner precios que en tan breve espacio físico y temporal, muestran su irracionalidad. ¿Qué quieren? ¿Vender o no vender? ¿Servir o no servir? ¿Acaso la lógica que ha de regir las operaciones económicas o comerciales, soporta que un producto permanezca inmovilizado por un precio ostensiblemente decidido sin tener en cuenta las circunstancias comerciales?
Me podrán argüir que la categoría del establecimiento exige ese precio, que eso está determinado por el organismo superior, que son las normas, y mil razones administrativas —¿burocráticas?— que anulan la capacidad de reflexionar y decidir racionalmente.
El cliente, desde luego, agradece que al lado haya una tiendecita que le permita beber una malta pagando 15 centavos menos. Se percata, sin embargo, de la falta de sentido. Y se resigna, porque, a fin de cuentas, así son las cosas entre nosotros.
No sé, por el contrario, si se resignará a que, un día, al detenerse en El Rincón Moderno, compruebe que aquel puesto cuya paupérrima tablilla ofrecía algunos productos en pesos —en el humilde peso— haya sido sustituido por uno repleto de buena mercancía con precios en CUC.
«¿Usted va a escribir eso, periodista?», repite la mujer. Y yo le digo que el cliente viene, se queja, critica, y se marcha. Mi papel es distinto. Si no hago notar las contradicciones, ¿seré un periodista honrado? Si solo comento en voz baja, ¿estaré cumpliendo con mi deber de defender a mi Patria, a la Revolución, preservándola de todo cuanto la estorba y la mancha? Ese es el dilema: ser o no ser honrados.