Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La tercera dentición

JR vuelve a regalar a los lectores este texto a propósito del centenario del periodista  y escritor Enrique Núñez  Rodríguez, celebrado este 13 de mayo

Autor:

Enrique Núñez Rodríguez

Hoy, a primera hora, debía escribir mi crónica dominical para entregarla, como quien dice, en tiempo y forma. Pero amanecí con un diente flojo, anuncio de la prótesis total que se avecina, y no tenía el ánimo muy dispuesto para sentarme a la máquina.

El fantasma de la vejez se apoderó de mi mente y una sombra de tristeza empañó mi natural optimismo de todos los días. Decidí, pues, ir a la Escuela de Estomatología y confiarle mis penas a la doctora Riscart, profesora de Prótesis, quien ha dedicado parte de sus conocimientos científicos a reconstruirme la sonrisa, que en un humorista viene a ser como el solapín que lo identifica ante su público.

Rubén Darío me acompañó en el viaje hacia la escuela, susurrándome al oído sus sentidos versos: «Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!». Y —justo es confesarlo— yo, que cuando quiero llorar, no lloro, por poco lloro sin querer.

Por el camino, me vino a la mente aquel período feliz en que empecé a cambiar los dientes de leche. Recordé la alegría de mamá, diciéndome que iba a hacer un pulsito con mis dientes para recordar, por siempre, esa etapa de mi vida. Y a papá, ofreciéndome una peseta si me dejaba sacar el dientecito que ya bailaba la lambada dentro de mi encía, mientras la pieza definitiva pugnaba por brotar para exhibirse a la luz del día. Y recordé mis carreras por toda la casa, huyendo del viejo, que iba aumentando la oferta hasta llegar a un peso plata, a los que llamábamos pesos machos, si lo dejaba realizar aquella extracción que todavía no se conocía con el nombre científico de exodoncia. Y la vieja historia de dejar el dientecito en un rincón de la casa, para que se lo llevara, durante la noche, un ratoncito travieso.

De pronto, me vi sonriendo al recordar mi propio miedo ante la insistencia de papá, quien, por cierto, no era muy espléndido en otras circunstancias. Solo me ofrecía dinero por sacarme los dientes o para que me tomara una cucharada de Palmacristi.

Así, peso a peso, fueron cayendo mis dientes de leche, que ahora regresaban, por el camino del recuerdo a, alegrarme el ánimo.

Pensé, entonces, que la caída de los dientes definitivos no tenía por qué constituir, necesariamente, un motivo de tristeza. En realidad, los dientes definitivos no son tan definitivos. También se caen, como los de leche, en la natural evolución de la vida. Quizá pudiera celebrarse esa nueva etapa con la misma ingenua naturalidad con que convertíamos en fiesta el cambio de los dientes de leche. Claro que no sería cosa de hacer un pulsito con las piezas que iríamos perdiendo inexorablemente, ni nadie correría detrás de nosotros para la extracción necesaria. Porque ya papá y mamá no están. Pero siempre queda gente buena en el mundo. Y eso lo comprobé en la Escuela de Estomatología. Mientras permanecía con la boca abierta para que me tomaran la impresión, se me acercaron dos jóvenes alumnas de la doctora Riscart. Me hablaron de mis crónicas en Juventud Rebelde y me dijeron que habían leído mi libro, lo cual me resultó casi más agradable que si me hubieran dado el Premio de la Crítica. Mientras la cera se endurecía, ellas recordaban algunas de las anécdotas que he contado, y se reían con sus dientes blancos y parejos, fruto de una cuidada higiene bucal. Y aquella operación, que en otras ocasiones me ha parecido eterna, esta vez se resolvió rápidamente, sin náuseas ni taquicardias. En algún momento, la voz de la doctora Riscart se me confundía con la de mi madre, para hacerme menos doloroso el trance de la sustitución de la pieza dañada por otra reluciente que me devolvería la sonrisa plena con que saludo todas las mañanas un nuevo día cargado de sorpresas. En realidad, queda gente buena en el mundo.

Hoy, a primera hora, debía escribir mi crónica dominical. No lo hice. Estaba demasiado apesadumbrado para hacerlo. Y me fui a la Escuela de Estomatología. Ahora, de regreso a casa, anoto estas impresiones en mi libreta de apuntes. Naturalmente, no las publicaré, por tratarse de un episodio personal, íntimo, que no tiene interés alguno para los lectores. Aunque quizá lo haga. ¿De qué voy a escribir?, ¿de la crisis del Golfo Pérsico?, ¿de los crueles bombardeos a Bagdad?, ¿de la tragedia ecológica a la que está abocado el planeta? Pienso que es mucho mejor escribir sobre la amable sonrisa de las alumnas de la doctora Riscart. De cómo la pesadumbre puede convertirse en alegría cuando uno recibe una atención esmerada y solidaria. Y, también, de cómo la tercera dentición, esa que no nos da la naturaleza, que es fruto del talento y del trabajo del hombre, puede proporcionarnos una fresca e ingenua alegría mientras quede gente buena en el mundo.

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