Poderosa y sabia, como es, la nación china ha sabido sobreponerse y compartir. Autor: fayerwayer.com Publicado: 17/10/2020 | 08:57 pm
No hay manera de adornarlo: el 2020 —este año del que esperábamos Juegos Olímpicos, saltos científicos, megaeventos culturales, viajes terrenales y cósmicos, algo más de concordia, bodas, bebés, sueños plurilingües y otros regalos dignos de la especie dominante— quedará a la postre en el balance como una cicatriz en nuestras vidas. Para infinidad de familias será, incluso, un epitafio.
Resulta que el mundo, que a fuerza de globalización y ¿desarrollo? creíamos pequeño como un pañuelo, nos parece otra vez ancho y ajeno desde que un virus inmaduro, «regordete y con acné» recluyera al soberbio homo sapiens en la rígida celda de la precaución.
Entonces, ¿nos rendimos frente al pequeño insolente que invadió nuestro barrio? ¡De ninguna manera! Aunque a menudo los noticieros confirman la certeza de que las grandes compañías nos venden aparatos para que podamos llamarnos desde cualquier parte, pero no sepamos amarnos en ninguna, aunque los poderosos ratifiquen en palabra y obra su impotencia moral, atizando conflictos en plena emergencia sanitaria, los pueblos son más inteligentes y aplican los variados formatos de la unión.
Incluso en sociedades regidas por Don Dinero y aturdidas por dispositivos que incomunican muy eficientemente, la gente encuentra maneras de abrir paso a esa dama callejera y digna que es la esperanza.
Ahora que muchos preguntan, ahora que todos la esperan, vaya una opinión: la única vacuna es la esperanza, sin bandera o, mejor, con todas las banderas en el asta de su aguja. Disciplina y responsabilidad, que ciertamente marcan la diferencia entre los modelos exitosos y los fracasados en el enfrentamiento a la pandemia, son parte de la terapia, pero solo la confianza en construir una humanidad mejor, ladrillo a ladrillo desde todas las canteras nacionales; solo la esperanza, con el amor como principio activo, puede brindar anclaje a la conciencia y levadura a la solidaridad. Nadie crea que el planeta se salvará a pedacitos.
Mientras la más alta política pareciera trastabillar, elocuentes ejemplos surgieron espontáneamente, como flores silvestres en medio de la tormenta. Así, casi anestesiados por los titulares luctuosos, un día nos enteramos que el mutismo de los carros había reducido a la mitad el monóxido de carbono en Nueva York, esa gran manzana envenenada, con los mortales «polvos» del capital, por la bruja de la contaminación.
Durante el confinamiento, los canales de Venecia dieron a nuestra especie una lección inesperada de manejo ambiental. Foto: mymodernmet.com
El parón obligatorio debe hacer pensar en paradas tácticas para el futuro. Boxeando contra el virus, China e Italia vieron caer la toxicidad por dióxido de hidrógeno, y desde las góndolas de Venecia los enamorados pudieron constatar lo que por décadas creyeron un mítico invento, bueno para «ligar»: ¡hay peces en los canales! ¿Cómo les verían a ellos, desde el agua, las bellas parejas acuáticas?
No solo los paisajes naturales y urbanos mostraron algún reverdecimiento —mejor, esta vez, no hablar de la ardiente Amazonía— en urbes icónicas de diferentes zonas geográficas. Hojas nuevas, y hasta flores, nacieron en insospechados ecosistemas sociales, como en pandillas rivales de Ciudad del Cabo que, luego de afinar durante décadas la puntería requerida para matarse con la mayor precisión, se unieron para luchar contra el abuso del virus y comenzaron a llevar comida a barrios necesitados. Esos pandilleros sin nombre saben más de política que unos cuantos altos cargos que en jugadas personales arriesgan su vida y las de millones.
Esta gran casa azul tendrá el color que le demos. ¿Qué tono más tierno que el de las cestas de solidaridad creadas por los napolitanos para ayudar a sus vecinos en problemas? Dicen que llevaban esta nota: «Quien pueda, que meta; quien no pueda, que saque». Es obvio que todos los participantes entregaron y ganaron algo hermoso en el ejercicio.
No pocos supermercados —los reportes van desde Australia hasta Argentina— establecieron la llamada hora de la tercera edad para que ancianos y discapacitados compraran con menos agobios, y en la ciudad india de Bangalore un pequeño restaurante se creció más por dentro que por fuera para dar de comer diariamente a miles de pobres.
Mientras millones de migrantes viven la zozobra de saber que con la COVID-19 no solo partieron de un país rumbo a otro, sino que ya les espera otro mundo desconocido, Portugal tuvo el tino de resolver muchos casos de ingreso pendientes para acercar a personas muy vulnerables a servicios y prestaciones que hoy no solo alivian la entrada, sino que salvan la vida.
Como en avanzado juego informático que definiera el futuro de la civilización, pierden tiempo y pierden vidas quienes siembran odios buscándole «padres» al virus. ¿Cómo China, que fue la primera presa y la que más seres humanos tuvo en juego —porque ningún país tiene su población— no solo controló la pandemia, sino que recuperó el crecimiento y tuvo fuerzas, y corazón, para ayudar al mundo? Simplemente, con visión de corresponsabilidad global.
Es también el espíritu ruso que, geopolítica aparte, ha lanzado su principal candidato vacunal en una circunnavegación solidaria que recuerda las vueltas del primer Sputnik que en otro octubre, el de 1957, marcó en el espacio la misma victoria sobre el capital ciego que hoy, en la salud, anuncia la inyectable Sputnik V.
La esperanza se alimenta de símbolos. Que en marzo China salvara la vida de Zhang Guangfen, una anciana de 103 años que le «hizo kung fu» al SarsCoV-2, nos sugiere un par de cosas cuando sabemos que círculos del Gobierno de Estados Unidos se interesan en buscar una inmunidad de rebaño que descartaría, en primer lugar, la vida de miles de ancianos.
La humanidad es fuerte porque tiene todas las ámpulas de esperanza que quiera reactivarse. Que muchos sanen con el plasma de los curados es una imagen aún más romántica y hermosa que la de los peces reaparecidos bajo los puentes de Venecia.
En Cuba todos somos colegas de nuestros médicos. Desde hace tiempo ganamos la paz porque nos graduamos juntos, por la vida, en la escuela de la esperanza. Ofrecimos tantas veces el corazón en paisajes humanos aparentemente perdidos que no nos basta con una y robamos otra canción a Fito Páez.
En los barrios, qué decir, pero incluso tras las líneas rojas de salas de cuidados intensivos de Cuba y de más allá puede escucharse, bajo la «escafandra» de explorar el peligro, el tarareo de una letra poderosa, capaz de borrar cicatrices y aliviar epitafios: «No cuento el vuelto, siempre es de más. Dar es dar. Es solamente una manera de andar. Dar es dar, lo que recibes es también libertad».