A inicios de este año, soldados estadounidenses estuvieron en la base militar de Tolemaida. Autor: Tomado de Internet Publicado: 06/06/2020 | 07:07 pm
«Las operaciones para el magnicidio de Nicolás Maduro se tercerizan…». La aseveración no es mía, la formularon hace algunas semanas los analistas del prestigioso sitio web Misión Verdad, y lo cierto es que los acontecimientos lo demuestran.
Parecía que no habría ruido ni amenaza bélica de similares bemoles para América Latina y el Caribe después del escándalo provocado por la decisión de Álvaro Uribe de autorizar, en el año 2008, que las tropas militares estadounidenses «acamparan» y deambularan por siete importantes bases militares de Colombia: Palanquero, Apiay, Bahía Málaga, Tolemaida, Malambo, Larandia y Cartagena.
El propósito no fructificó pues fue finalmente detenido cuando, en medio de la repulsa interna y regional, la Corte Constitucional negó el autorizo y dejó el asunto en manos del ejecutivo, que era ya Juan Manuel Santos, un hombre más cercano a la paz nacional y también más consciente de que su país es parte y vecino de las naciones de América Latina, y que estas le quedan más cerca a Colombia que Estados Unidos… aunque a algunos importen menos.
Sin embargo, el actual mandatario, Iván Duque, ha vuelto a destapar ahora la Caja de Pandora con la autorización inconsulta para que unas cinco decenas de expertos militares provenientes del Comando Sur —según dicen las fuentes oficiales, aunque cuando se hizo la revelación primera se habló de 800 efectivos— hagan pasantía en su país, también presuntamente, para asesorar en la lucha contra el narcotráfico.
Todo suena a falso y es añejo: el pretexto, la presencia, y el propósito, que sigue siendo mantener a Colombia como rampa de lanzamiento del Pentágono contra las naciones incómodas. O, lo que sería más cínico aún, alistar golpes contra países cercanos que podrían instrumentarse mediante el magnicidio.
Se unen en ese punto elementos afines. Primero, la «gira» del Comando Sur por el Caribe, iniciada en abril, para maniobras provistas de toda la parafernalia que convierte a tales ejercicios en un despliegue temible, en medio de lo convulso que ha estado el hemisferio sur americano. Luego se sumó la clasificación del presidente Nicolás Maduro como hombre ligado al narcoterrorismo, una grosera y mentirosa nominación del Departamento de Estado que afloró con el ofrecimiento de una recompensa millonaria a cambio de información que llevara hasta él, en un burdo y grosero intento de compra de la Guardia Nacional Bolivariana, para que entregue a su Comandante en Jefe.
Con ello parece estar completo el desprovisto escenario que basta a Washington para «argumentar» la sinrazón de un secuestro o asesinato presidencial, o de una intervención indirecta: ahí están el brazo ejecutor y «los motivos».
Las confesiones de algunos de los mercenarios liados en la fracasada Operación Gedeón, que llegó inmediatamente después, y sus declaraciones de que estaban destinados a montar a Maduro en un avión rumbo a Estados Unidos, prueban que esa es una fórmula desesperada, pero también sobre la mesa de la Casa Blanca, para acabar con el sistema económico y social venezolano, algo que después de siete años de chavismo sin Chávez y con Maduro, no han conseguido.
La intempestiva llegada de los alegados asesores tuvo lugar esta semana en medio de un resurgir del discurso yanqui contra el narcotráfico, que a fines del siglo pasado ya le sirvió para disfrazar su injerencia, salvada después de 2001 con la guerra contra el terrorismo que empantanó a los soldados yanquis en el Medio Oriente, como parte de aquellos 60 rincones oscuros del planeta de que habló George W. Bush.
Según alertaba el artículo mencionado de Misión Verdad, «Estados Unidos ha tercerizado la guerra contra Venezuela aprovechando el ecosistema de contratistas militares y grupos irregulares que habitan en Colombia custodiando los negocios de las multinacionales». Fue lo que vimos con Gedeón.
Este paso de los asesores, sin embargo, implica más explícitamente al ejecutivo, lo que explica también el malestar que la llegada de los militares, esta semana, ha despertado dentro del Congreso, incómodo ya por el desconocimiento del Gobierno al desinteresado acompañamiento de Cuba en la consecución de la paz, y única instancia que podía autorizar la llegada de los estadounidenses.
También prestigiosas personalidades políticas pidieron cuentas al ejecutivo por la actitud con respecto a la Isla y acerca de la decisión que abre las puertas, otra vez, a los marines, medida que no fue comunicada ni a los legisladores ni al país, y de la cual se enteró la ciudadanía colombiana por boca del propio Comando Sur.
«Ayuda» de la larga data
En su favor, el ministro de Defensa, Carlos Holmes, alega que hay un compromiso de cooperación militar entre su país y Estados Unidos desde hace décadas que contempla la colaboración «de carácter consultivo y técnico al Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea de Colombia». Por tanto, dice, no hace falta que el Congreso autorice.
Expertos aducen que en razón de esos acuerdos «de atrás», los militares estadounidenses se han mantenido en el país, más abierta o calladamente, durante las décadas recientes, solo que con «un bajo perfil».
Funcionarios militares citados en el libro La presencia militar de Estados Unidos en América Latina (2017) afirmaron allí que concluido el Plan Colombia —instrumento de presunta lucha contra las drogas que fue, en verdad, emprendimiento contrainsurgente sostenido por Washington—, el país «continuó albergando operaciones estadounidenses en su territorio (…) los cuales incluían entrenamiento militar, confiscación de drogas y operaciones relacionadas con comunicaciones y vigilancia, entre otras».
Informes provenientes del Comando Sur incluyen entre las tareas de los asesores de la Brigada de Asistencia a Fuerzas de Seguridad la de apoyar «entrenando, asesorando y ayudando a las unidades anfitrionas», y se anuncia que los «asesores» estarán en lo que analistas definen como «zonas calientes» de la frontera colombo-venezolana; allí donde, coincidentemente, se dice que hay más sembrados de coca.
Visiblemente abochornado, el senador Iván Cepeda ha dicho ante la Cámara alta que nunca la política de su país estuvo tan subordinada a la Casa Blanca.
Narcotráfico y contrainsurgencia
Como vemos, poco de lo que se hable sobre la materia resultaría nuevo. Cuando estaba en su «primer» auge la llamada lucha contra el narcotráfico, esa cruzada no solo sirvió a las administraciones de turno para introducir en los países andinos a sus desacreditados agentes de la DEA, imponer las falsas y subversivas «ayudas» de la Usaid y la NED, condicionar las ayudas, y obligar a estrategias que profundizaron la pobreza y hasta la muerte de los campesinos, como la erradicación forzosa de los llamados cultivos ilícitos —ilícita es la droga, diría Evo— y las nocivas fumigaciones con glifosato.
Tal campaña fue el pretexto perfecto para una asistencia en el ámbito financiero-militar que alcanzó en la nación colombiana, aproximadamente, cinco mil millones de dólares empleados en mejorar la capacidad de las fuerzas armadas colombianas y para darle, por esa vía, fin al conflicto armado con las guerrillas.
Pero, además de ese carácter contrainsurgente que revistió la ayuda de Estados Unidos desde fines de los años de 1990 hasta iniciados los 2000, el discurso contra el tráfico de drogas avaló una presencia militar que alcanzó unos 1 400 efectivos y cientos de contratistas a inicios de este siglo, cuando estaba en su apogeo el Plan Colombia.
En América Latina y el Caribe pensábamos que ya habían pasado esos atroces tiempos. ¿Volvemos a las andadas?