Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una mano entre los labios

Las luchas del afecto íntimo que tuvo que librar el Libertador

Autor:

Enrique Milanés León

Caracas.— A estas alturas pocos ignoran que, así como vencía las líneas enemigas, Simón Bolívar conquistaba con pocas dificultades los afectos íntimos. Ser humano complejo —como cada uno de nosotros, aunque poseedor de una grandeza que no alcanzamos— el mismo hombre que, a la temprana muerte de su esposa, juró y cumplió no casarse más, y que en sus últimos años mantuvo una relación estable con Manuela Sáenz, el amor de su vida, no pudo librarse de ciertas batallas pasionales en las que no siempre salió vencedor.

Manuelita misma halló en el lecho común, un día de 1823, un arete que no era de ella y reaccionó contra él cual si estuviera en pleno campo de batalla contra fuerzas realistas. Cinco años después, El Libertador confesaría al general Luis Perú de Lacroix: «Por eso tengo esta cicatriz en la oreja, mire usted, este es un trofeo ganado en mala lid: ¡en la cama! Ella encontró un arete de filigrana debajo de las sábanas, y fue un verdadero infierno. Me atacó como un ocelote: por todos los flancos; me arañó el rostro y el pecho, me mordió fieramente las orejas y el vientre y casi me mutila. Yo no atinaba cuál era la causa o sus argumentos de su odio en esos momentos, y porfiadamente me laceraba con esos dientes que yo también odiaba en esa ocasión. Pero ella tenía razón: Yo había faltado a la fidelidad jurada, y merecía el castigo».

El guerrero enamorado tuvo que emplearse a fondo para retomar «la plaza»: le escribió diez cartas en una noche y muchos concuerdan en que esa fue la única vez que pidió perdón.

Ese propio año de 1823 el estratega supremo fue derrotado por otra belleza. Estaba en la ciudad peruana de Cajamarca, en diciembre, y no solo hizo allí, frente a una antigua Cruz de Piedra al pie del cerro de Santa Apolonia, el juramento de vengar la muerte del último inca, Atahualpa, a manos del poco honorable conquistador Francisco Pizarro, sino que tuvo otro singular lance romántico.

Resulta que, en un baile ofrecido en su honor quedó atrapado por la belleza de María Ana Mas Ferrer, una joven de 23 años —todavía recordada por las crónicas actuales—, de modo que, en días sucesivos, cuando cesaba la música se veía al gran militar y político rondar la casa de la joven. Disgustada por tal asedio, a la tercera noche la madre de María Ana hizo arrojar desde el balcón, sobre la laureada testa del enamorado, un nada glorioso balde de agua.  

El acto tendría consecuencias: aun empapado, el General ordenó detener al dueño de aquella casa que se le había tornado irreverente castillo amurallado, así que, sin saberlo, Remigio Mas Ferrer pagó las consecuencias del deseo de Bolívar, de la belleza de su hija y de la temeridad de su esposa.

No era incidente menor: al otro día corrieron los rumores de que el prisionero sería fusilado como traidor a la patria, por lo cual la mismísima joven iluminó el cuartel con su hermosura para explicar los detalles nada políticos del incidente y pedir la liberación de su inocente padre.

Calmado —y seco— El Libertador la escuchó con deleite y le ofreció concederle su pedido a cambio de… un beso. María Ana, que no era solo bella, sino además muy inteligente, le respondió enseguida: «General, si seguís cambiando prisioneros por besos, es seguro que vais a perder la guerra. Yo, como peruana, anhelo que la ganéis». Bolívar tampoco estaba interesado en desistir; reiteró el ruego, ante lo cual la muchacha contratacó desde un flanco sorprendente: «Antes, tendríais que casaros conmigo».

Por fortuna —¿de él, de ella, de los dos…?—, en ese instante los interrumpió un oficial con un despacho urgente. Bolívar leyó el mensaje, frunció el ceño y dio una orden: «¡Capitán, disponed la partida inmediatamente!». Solo entonces, El Libertador respondería el desafío: «Perdonad, señora, si os parezco atrevido y, creedme, lamento que mi azaroso destino no me permita el honor de la condición que vuestro beso exige».

Luego, indicó la liberación de Don Remigio y, al acompañar a padre e hija hasta la puerta, pidió a la segunda que le dejara al menos besar su mano. María aceptó con una acotación: «Muchos miles de hombres querrán, muy pronto, besar la vuestra, mi general». Simón Bolívar, el hombre, se marcharía de Cajamarca sin una conquista, pero el caballero llevaba en sus labios la mano de una valiosa mujer.

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