Foot cover de Noticia Autor: Juventud Rebelde Publicado: 02/11/2025 | 12:44 am
¡¡Estamos vivooos, carajo!! Aquel grito lanzado al amanecer del pasado miércoles por mi vecino Frank, con las últimas ráfagas sobre su rostro, más que un saludo de buenos días era la proclamación de la victoria de todo un territorio contra el horror y la destrucción.
Él, como todos los santiagueros y muchos orientales, acababa de sufrir por casi 12 horas el embate del huracán Melissa, un organismo ciclónico sin precedentes que cambió de forma brutal la fisonomía de barrios y comunidades a su paso por el suroriente cubano con una tríada diabólica: marejadas y olas gigantescas que desde la tarde noche del 28 de octubre ya incomunicaban tramos de la carretera Granma, en el costero municipio de Guamá, y asolaban el litoral santiaguero; intensas lluvias y fuertes vientos que llegaron a alcanzar los más de 160 kilómetros por hora en la Gran Piedra.
El asalto de las aguas
Poco después de las ocho de la noche de aquel martes gris, el cielo pareció caer a chorros sobre la geografía santiaguera con registros que solo en los pluviómetros de la red de Recursos Hidráulicos llegaron a sobrepasar los 500 milímetros en zonas como La Majagua y Charco Mono, dejando claro que nos enfrentábamos a un huracán intenso, poderoso, despiadado.
Desbordada en menos de una hora, la presa Charco Mono, que se encontraba al ciento por ciento de su capacidad, sobrepasaba la Carretera Central y se reportaban polos productivos bajo agua en varios municipios. A niveles nunca antes vistos llegaron las aguas en Contramaestre y Tercer Frente, territorios por los que pasó el ojo del meteoro.
La mordida del viento
Pero si alguien pensó que ya lo había vivido todo en aquel demoledor huracán, se equivocó. Con la madrugada llegó el viento, inclemente, sádico, que se hizo más fuerte tras la entrada a tierra del organismo poco después de las tres de la mañana.
Quienes lo sufrieron difícilmente olvidarán aquellas largas horas en las que el aire aulló, rugió, chifló y hasta habló muy alto, aseguran algunos, haciendo volar cuanto objeto encontrara poco asegurado y derribando todo obstáculo verde que se opusiera a su fuerza.
Entre las cuatro y las siete de la mañana del 29 de octubre, Santiago vibró en toda su geografía con cada sacudida de los techos, el sonido de los árboles y objetos al caer, el chirriar de los cristales rotos, las llamadas de auxilio de personas atrapadas, el derrumbe de techos y paredes.
Abrazada a su abuela, que, con su Virgen en la mano, pedía y pedía a la Patrona de Cuba pusiera fin a tanto horror, comenta una amiga en Palma Soriano que vivió aquella madrugada, en la que incluso la cubierta de su confortable casa de placa amenazaba con no aguantar.
La escena fue sin dudas recurrente en aquellas horas. Lo mismo en Maffo que en el centro histórico santiaguero; en Palma, San Luis, Mella y Mayarí se enseñoreó la tragedia; hubo miedo, tensiones altas, rezos, personas aferradas a las imágenes de sus creencias tanto como a objetos que les protegieran; el dolor y desesperación de quienes sintieron sus cubiertas perderse en la oscuridad de la noche, el pesar de los muchos que debieron sobreponerse a los efectos de las arbovirosis para luchar por la vida.
En aquellas horas inciertas solo la fe, la voluntad de sobrevivir y la solidaridad de muchos fueron asidero. De una casa a otra lo mismo en Rajayoga que en la comunidad de Petrocasas, cuando amainaban los vientos, los vecinos se interesaban los unos por los otros, compartían gritos y emociones.
Mientras las comunicaciones lo permitieron, vía telefónica desde todo el país llegó la preocupación y apoyo de una nación que no durmió y se mantuvo abrazado al oriente desde las voces de amigos y familiares.
Impacto al amanecer
Al amanecer del miércoles 29 de octubre Santiago de Cuba era una ciudad trasnochada, exhausta, carcomida por largas horas de tensión y estrés prolongado; reducida a destrozos vegetales, árboles en fila arrancados de raíz en sus principales avenidas, con estructuras desnudas y cientos de techos y paredes derrumbadas, comunidades arrasadas por la furia de las aguas, pero bendecida de haber impuesto la vida en lidia tenaz con la naturaleza.
Una decena de gorriones muertos en mi jardín, violentamente expulsados de sus hábitats, masacrados por la saña del viento, pueden parecer el menor de los problemas, pero devienen símbolo en medio de la destrucción que conmina en lo adelante a incorporar las lecciones de estos días, repensar prácticas, incorporar nuevas concepciones, fortalecer capacidades, sumar la participación comunitaria.
Cual sabia lección de vida, ha trascendido que, en medio de la furia tenaz de los vientos, bajo el ojo del huracán, nacieron 11 niños en la provincia.
Por eso en el Santiago donde hoy es constante el sonido de machetes y motosierras, el ir y venir de las brigadas de linieros y otros contingentes que llegan de todo el país, hay conciencia de que los días por venir serán duros, intensos, mas entre todos se impone la voluntad de empinarnos, esa que es legado de estas tierras.
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Una grúa levantando incontables troncos, un álamo gigante atravesando el río, arrancado de raíz. Un poste partido en medio del puente peatonal... Estas imágenes reciben al visitante en un pueblo que conoce demasiado bien el lenguaje de la destrucción. Heridas que no comenzaron con Melissa, sino que se abrieron hace dos años, en junio de 2023, cuando unas lluvias torrenciales sin precedentes inundaron la provincia de Granma y anegaron el municipio de Jiguaní, entonces dejaron varias familias sin techo y con varias preocupaciones.
Luis Marino Rosales, un viejo poblador que casi llega a las siete décadas de vida, lo confirma con palabras cargadas de experiencia: «Algo extraño está pasando y debe estudiarse». Sus ojos, que han visto décadas de ciclones, perciben un cambio alarmante. «Lo acontecido en junio de 2023 y ahora en 2025 no se veía antes. Ahora entran a Jiguaní avenidas de agua procedentes de varios lugares, además de la crecida del río». Su testimonio es crucial: Melissa no es un evento aislado, sino el segundo capítulo de una nueva y aterradora normalidad que golpea sobre una herida que nunca cerró del todo.
Por las calles, la magnitud de este nuevo golpe se hace tangible en cada esquina. Las cifras oficiales, todavía preliminares, las ofrece Yordanis Charchaval, presidente del Consejo de Defensa municipal: más de 300 postes de electricidad caídos, más de 2 000 viviendas afectadas, 17 postes de telefonía fija. Una línea de 33 000 kilovoltios afectada, con 400 metros de cable caídos. Solo ayer se recogieron 341 metros cúbicos de escombros y este dato demuestra cuánta rama y arrastres dejó Melissa.
Sumemos otros números: más de 3 000 hectáreas de maíz y más de 800 de plátano, destruidas. Cada guarismo duele como un golpe al presente y al futuro de Jiguaní.
En medio de esta devastación, surgen historias que hablan de la resistencia humana. El médico Yoander Pérez lo perdió todo —hasta su teléfono celular— ante la crecida. Pero al día siguiente allí estaba, con sus manos vacías, pero su vocación intacta, atendiendo a sus pacientes. No hubo dramatismo en su gesto, solo la simple y conmovedora certeza de que su lugar estaba junto a quienes más lo necesitaban.
Mientras, Alberto Margolles Barceló, de 78 años, muestra la crudeza del día a día sin electricidad. Moja con kerosene la punta de unas tirillas de cámaras de bicicleta y las va derritiendo hasta encender la leña. Su refrigerador permanece abierto e inútil. «Antes ponían la corriente tres o cuatro horas al día», cuenta. «Ahora son las 24 horas sin corriente».
Richard y Cecilia, por su parte, actuaron con la sabiduría que da el dolor anterior. Tomando la experiencia del temporal de junio de 2023, se evacuaron a tiempo hacia una casa vecina. Las aguas llegaron a rozar la placa de su vivienda. Su decisión, nacida de la memoria de la primera tragedia, los salvó de perderlo todo.
Y en la Villa Deportiva, el tiempo parece haberse detenido para nueve familias que llegaron aquí hace más de dos años, tras las lluvias de 2023. José Andrés Pelegrino Tamayo, quien a la sazón estuvo literalmente con el agua al cuello, habla de su realidad: «Llevamos aquí dos años y cuatro meses y espero que pronto tengamos nuestra casa. Es lo que más deseamos».
Jiguaní, al final, carga con dos emergencias: la reciente, que es un tajo abierto, y la antigua, que es una llaga que no cierra.
La reconstrucción no será solo de postes y puentes. Será, sobre todo, de vidas interrumpidas. Mientras, el río baja, dejando atrás el lodo, la memoria del dolor, y la tarea inmensa de volver a aprender a vivir.
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El Paso de la Vaca queda en un punto entre Holguín y Mayarí. Para cualquier viajero podría pasar desapercibido, porque no tiene carteles o algo distintivo que lo identifique; sin embargo, para el huracán Melissa no. Este fenómeno meteorológico se las ingenió para hacer de las suyas allí.
Bien sabe de su intensidad Fermín Brux Pie, un jubilado que después de toda una vida dedicada a la pesca fluvial decidió optar por la siembra para garantizar su sustento. Con estoico dolor mira lo que un día fue su finca y ahora es una extensión del río Nipe. Todo quedó bajo sus aguas.
«Cuando empezó la lluvia fuerte, como a las cuatro y pico, yo estaba parado en el portal. De un momento a otro se oscureció completico y no se veía nada. La mano mía no me la veía. De ahí empezó la brisa, el ciclón a batir. Mira esa mata como la peló.
«Me acosté un rato, pero no pude dormir preocupado por la finca. Ahí había sembrado maíz, fongo, boniato y un poco de calabaza. Todo está perdido. A la casa no me le pasó nada.
«Yo mismo no sabía la cantidad de gallinas que tenía, pero solo me quedaron unas pocas. Al resto de los animales no me les pasó nada, por suerte.
«Ahora lo único que me queda es seguir luchando y agradecer que hay salud. Tengo que empezar a preparar la tierra de nuevo. Me da una cosa por dentro… porque ese maíz estaba para cogerlo a finales de noviembre. Yo lo tenía para mi consumo y para venderlo».

Decisión bajo agua
En la recuperación lo está ayudando su hermano, Daniel Brux Pie, quien con el fango hasta casi las rodillas comparte con los presentes la suerte que tuvo de estar evacuado. Cuando retornó, su casa no sufrió males mayores.
«Nosotros decidimos trancar la casa e irnos para Mayarí. La casa está en un alto, pero el problema es la presa. ¿Y si se va? Pasaron por allá y dijeron que todo el que podía evacuarse, que lo hiciera. Muchos se quedaron, pero creímos que lo mejor era ponernos a salvo por si acaso.
«La mujer mía tiene un apartamento en el pueblo, pero está en la cuarta planta y nos fuimos para casa de una vecina. Nos quedamos 16 personas. La convivencia fue maravillosa, nos pasamos la noche conversando, hicieron café y merienda.
«Como a las ocho de la mañana subí a revisar la casa de mi esposa, pero cuando salí empezó aquello a soplar fuerte y tuve que bajar para el primer piso. Allí me quedé y sentía que todo temblaba. Como a las diez vi un perro y me dije: si el ciclón no se lleva al perro, a mí tampoco me va a llevar».
Al momento de escribir estas líneas, varias comunidades del territorio mayaricero continuaban incomunicadas. El agua subió a niveles que sus pobladores más antiguos nunca habían visto y no daba paso a los vehículos. La impotencia de esas horas era mucha para quienes aún no sabían del estado de sus viviendas.
Un pescador puso a disposición un bote para el traslado de personas y recursos hasta la comunidad del Guayabo. En un primer momento, estaban haciendo esa actividad sin autorizo, pero finalmente el Consejo de Defensa Municipal certificó la embarcación y las medidas a tener en cuenta.
En la fila para montarse y con el agua por los tobillos esperaba Irene Martínez López, quien se había puesto a buen resguardo en casa de su hermana y ansiaba poder volver a la suya para comprobar los destrozos a causa del huracán. A esas horas sus pertenencias debían haber sufrido los efectos demoledores de las aguas.
«Desde que pasó el ciclón me han dicho que el río está inundado, que no se puede pasar, pero hoy me dijeron que había bajado. Ya estoy decidida y me voy a ir. De mi casa dicen que estuvo mediada de agua. No puedo seguir demorándome. Tengo que ir», dice.
La comunidad donde ella vive está cerca del río y, al represarse con las aguas, todo se inundó. «Yo no pude evacuar nada. Las camas deben estar entripadas», asegura.
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