CARACAS.— «El oficio que enseñarle quiero, es vivir. Convengo en que cuando salga de mis manos no será ni magistrado, ni militar, ni clérigo; será, sí, primero, hombre, todo cuanto debe ser un hombre, y sabrá serlo, si fuere necesario, tan bien como el más aventajado…», se propuso el maestro frente a su tarea y, si bien falló en algo —aquello de que el muchacho no sería militar—, su acierto humano fue enorme.
Digámoslo sin rodeos: el carácter del niño Simón Bolívar era fuerte, así que cuando apareció casi casualmente el hombre que lo guiaría y ganaría su difícil beneplácito, su madre María de la Concepción respiró satisfecha. Ese hombre era Simón Carreño, uno de los escribientes que ayudaban a manejar los asuntos de la familia.
El joven maestro tenía solo 14 años más que el pupilo y una historia familiar que lo sumió en la orfandad de afectos, pero en un viaje por Francia dio con Emilio, el texto de Rousseau que cambió su vida… y no solo la de él.
Carreño, que luego decidió llamarse Simón Rodríguez, sugirió a España un cambio de modelo educativo. Lo que le negó la Corona se lo concedió aquel niño: atención. Maestro y alumno congeniaron porque el método del primero concordaba con la expectativa vital del segundo.
Rodríguez no abrumaba al pequeño tocayo con largos textos sino que le mostró la naturaleza en excursiones y juegos, al punto de que el muchacho diría que el mentor «enseñaba divirtiendo». Simoncito aprendió a nadar, a montar a caballo y a enlazar. Solo después, el educador le acercó a los clásicos y a principios de la libertad y los derechos.
En 1797 se descubrió en Caracas una conspiración y Rodríguez, involucrado, tuvo que dejar Venezuela. Viajó a Jamaica, donde volvió a cambiar de nombre, para llamarse Samuel Robinson. Alejado su mentor y muerta su madre —desde 1792—, el niño regresó a la custodia de tíos que salieron del «problema» internándolo en las Milicias de los Valles de Aragua, de las que egresó en 1798 como subteniente.
En tanto, después de una estancia en Estados Unidos, Simón Rodríguez va a Francia en 1801. Tres años más tarde se encuentra en París con su discípulo y recorren Europa. Juntos, son testigos en Milán de la coronación de Napoleón Bonaparte como rey de Italia; juntos andan cuando, el 15 de agosto de 1805, Bolívar jura sobre el romano Monte Sacro su compromiso de independencia con Venezuela y América Latina. Luego, se separaron de nuevo.
Para 1823, cuando el vástago es ya el recio tronco de la gloria, el maestro vuelve a América. Enterado del regreso, el guerrero le dice en carta del 19 de enero de 1824, desde la peruana Pativilca: «Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido por el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto…». Hacía 18 años que no se abrazaban.
Muerto Bolívar en 1830 y perseguidos sus fieles, el maestro publicó su sólido alegato El Libertador del mediodía de América y sus compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa social, que circuló manuscrito e impreso.
Pasó el tiempo y pasó un cóndor sobre los Andes. El viajero tenaz encaminó su última andadura, en balsa, por el río Guayas, rumbo a El Callao, donde lo acogió Juana Barrientos, una amiga de los años que lo sumó a su viaje a la aldea peruana de San Nicolás de Amotape. Se detuvieron en Paita: Rodríguez se encontró allí con Manuelita Sáenz, cuya energía indomable ya estaba nublada por la enfermedad. ¡Cuánto hablarían, maestro y amada, del gran ausente!
Simón Rodríguez terminó sus días el 28 de febrero de 1854, con 84 años, en Amotape. Dicen que un cura que se hizo su amigo intentó arreglarle el encuentro con Dios:
—Aún tienes tiempo, hijo mío…
—Mi tiempo ha terminado, padre. Me voy con mi discípulo, que ahora es mi maestro.
El cura, que entendió mal, continuó su consejo:
—¡Ya ves, Él viene a tu encuentro!
—¡Él está allí, padre! ¡Me vino a buscar!
—¿Quién? –preguntó el sacerdote.
—¡Bolívar, padre! ¡Es Bolívar que viene por mí!