CARACAS.— Sin haber cumplido los diez años, la niña se dio el lujo, en aquella velada de otoño de 1863, en la Casa Blanca, de decirle al mismísimo Abraham Lincoln que la butaca estaba incómoda, el pedal poco accesible ¡y el piano mal afinado! ¡Así no se podía hacer mucho!, pero el Presidente le dio unas palmaditas y le pidió que tocara para él y su esposa Mary el tema The mockingbird —El sinsonte—, su favorito. La peculiar artista lo hizo, pero resolviendo con ingeniosas variaciones la laringitis del instrumento. Desde el amanecer de su vida Teresa Carreño fue puro temperamento.
El carácter la rondaba. Nació en Caracas el 22 de diciembre de 1853 y sus padres eran Manuel Antonio Carreño —sobrino de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar—, y Clorinda García de Sena y Rodríguez del Toro, prima de María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza, la esposa de El Libertador.
A los cuatro años, cuando Emilia, la hermana mayor, desocupó la banqueta, Teresa regaló una réplica inesperada y sublime de lo interpretado por la primogénita. Manuel Antonio no tuvo más remedio que entrenarla.
Todavía impacta su debut, con ocho años, en el neoyorquino Irving Hall, adonde la pequeña y su familia, que se habían establecido en la Gran Manzana, no pudieron llegar en coche porque, para verla, las calles estaban colapsadas. Luego, en otro concierto de delirio, alguien del público cometió un «sabotaje» involuntario: le regaló una muñeca y la niña común, en traviesa lucha con el prodigio, quería jugar, más que pescar otro arcoíris de las teclas bicolores.
Dos siglos y tanto después, Teresa Carreño no es muy conocida. Tal parece que, como la muy pacata que vivió, las sociedades de hoy no le perdonan sus tres divorcios y cuatro matrimonios, el último de ellos con un excuñado. Sin embargo, por encima del cotilleo que a menudo no dejó escuchar sus auténticas notas, la maestra fue respetada por quienes mejor podían evaluarla.
El gran Liszt, al escucharla cuando ella tenía 12 años, se fue acercando a la muchacha, maravillado, hasta susurrarle que tenía el don del genio y aconsejarle que trabajara, que algún día sería «una de nosotros». Lo fue, y su genio caraqueño marcó a un colega: tocaba en San Petersburgo en 1891 y en el público estaba un alelado joven de 18 años que prometió no olvidarla. Teresa había marcado el piano de Rachmáninov.
Vivió muchos años en Berlín, donde se le reconoció y se le quiso. Cierta mañana, ensayaba un concierto del noruego Grieg y, al terminar, un hombre le tomó las manos: «Me gustó el cambio que hizo en ciertas notas, en la última parte, en octavas. Es mejor así», consideró el admirador que la venezolana, atareada como estaba, atendió con distancia. A poco, él le diría: «Yo soy Edvard Grieg».
Mereció un concierto de epítetos: la Liszt en faldas, la emperatriz, la Valquiria y hasta la leona del piano. Todos buscaban maneras de describir lo inaudito. El profesor y compositor español Adolfo Salazar solía afirmar que, cuando veían a la Carreño, los pianos comenzaban a temblar.
Tantos teatros de Norteamérica y Europa no secaron sus raíces. La crítica Ida Marie Lipsius escribió una vez que, al escucharla, se percibía el olor al aire de la pradera y el tronar de los volcanes sudamericanos.
A Cuba le tocó el agridulce privilegio de aplaudir su último concierto. La Habana, que ella había visitado de pequeña, logró incluirse en un programa cargado de urbes europeas, estadounidenses y hasta australianas. En marzo de 1917 tocó con la Filarmónica habanera pese a que, por sus síntomas, los médicos lo desaconsejaron.
Se dice que el doctor Desvernine, que le atendió entonces una diplopía, llegó a casa hablando de ella, admirado. A seguidas, su madre le recordó que esa gran artista era la muchachita a la que él, como paje, había entregado una corona de laureles de oro en 1863 allí mismo, en la ciudad del niño Pepe Martí, que entonces tenía la misma edad que la pequeña genio caraqueña.
El oro más valioso, su talento, no sería visto más en público. La maestra regresó a Nueva York, donde le diagnosticaron una parálisis parcial del nervio óptico que amenazaba extenderse al cerebro. Ningún cuidado pudo salvarla y murió el 12 de junio de 1917, a los 63 años.
En 1938 volvió a Venezuela —donde quería «dormir el sueño de la tierra»— hecha cenizas, y desde 1977 sus restos reposan en el Panteón Nacional. Su legado es inmarchitable; leyendo sobre ella uno regresa a la anécdota de Rotorua, Nueva Zelandia, donde comenzó un concierto en pleno apagón, rodeada de velas. Fue tal la magia creada que, cuando a mitad de la presentación regresó la corriente, el público, airado, protestó. El mundo sigue aplaudiendo; que nadie encienda una lámpara: Teresa Carreño está llena de luz.