El avión militar B-25 impactó en el emblemático edificio neoyorquino, entre los pisos 79 y 80, justamente en el lugar señalado en la foto. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 06:17 pm
No se conoce lo suficiente un hecho que golpeó el corazón de la Gran Manzana: el choque de un bombardero militar B-25 contra el Empire State, su edificio emblemático. Quien lo pilotaba no era un fundamentalista islámico, sino un héroe de la Segunda Guerra Mundial.
La trágica historia comenzó a las 8:55 a.m. del 28 de julio de 1945, cuando el teniente coronel William Franklin Smith, de 27 años de edad, recibió de sus superiores la misión de trasladar su aeronave desde la base aérea de Bedford, en Massachusetts, hasta la de Newark, en Nueva Jersey.
No era Smith un piloto inexperto. En su currículo figuraban honores como la Cruz de Vuelo Distinguido, la Medalla Aérea y la Cruz de Guerra, todas conferidas por su valerosa actuación durante 18 meses en el conflicto mundial, donde tomó parte en casi 50 misiones de combate sobre Alemania y Francia.
Aquel día lo acompañaban a bordo el sargento Christopher Domitrovich, de 31 años; y un pasajero de último minuto: el joven soldado Albert Perna, quien iba al encuentro de sus padres para compartir con ellos el dolor por la pérdida de su único hermano, muerto un día antes en el frente del Pacífico por un ataque kamikaze japonés contra el destructor USS Luce.
Había transcurrido una hora desde el despegue cuando Smith recibió un aviso desde la torre de control del aeropuerto Queens —hoy La Guardia—, en Nueva York. «Hay niebla en el área de Manhattan y la visibilidad es de solo tres kilómetros», le notificaron. A seguidas, le recomendaron no continuar viaje hacia Newark y aterrizar en Queens, para evitarle volar sobre la populosa área residencial.
Smith acusó el recibo del mensaje, pero hizo caso omiso del consejo y resolvió seguir rumbo a Newark. Confiado en su pericia profesional, apostó por el vuelo a ojo, «una técnica de navegación en la que el piloto estima la posición de la aeronave a partir del reconocimiento visual del terreno, ya sea de instalaciones como de accidentes geográficos».
Entre otras teorías, se conjetura que al acercarse a la isla de Manhattan, Smith tomó como referencia equivocada alguna construcción que le hizo intuir la cercanía de la pista de Newark. Entonces —apuntan— bajó el tren de aterrizaje. Los neoyorkinos, horrorizados, vieron cómo el avión, que volaba a solo 150 metros sobre la calle, tomaba rumbo a la populosa Quinta Avenida, sin tener en cuenta la prohibición de sobrevolar Nueva York a menos de 2 000 pies de altitud.
Una publicación de la época reseñó así aquellos dramáticos instantes: «De pronto el bombardero descendió de las nubes y se encontró encerrado entre la trampa de concreto conformada por los altos rascacielos del centro de la ciudad. Logró esquivar el Grand Central a la altura del piso 22. Después culebreó con maniobras de infarto entre el laberinto de edificaciones, que se le atravesaban por todas partes».
Al advertir el peligro que se le venía encima, Smith intentó desesperadamente ganar altura. Pero —¡ay!— ya era demasiado tarde. A las 9:49 a.m., el avión de más de diez toneladas de peso y a 360 km/h de velocidad, se estrelló entre los pisos 79 y 80 del Empire State y abrió un boquete de seis metros de ancho por siete de alto. Una de las alas cayó sobre la calle 34. La otra se proyectó sobre la avenida Madison. Restos de fuselaje fueron encontrados en un radio de cuatro manzanas.
El impacto del inusitado proyectil, además de arrasar con todo lo que encontró a su paso en el interior de los dos niveles afectados, hizo estallar los 800 galones del combustible de alto octanaje que atiborraban sus tanques, los cuales, al entrar en contacto con el gas doméstico del edificio, desataron un incendio de colosales proporciones.
Uno de los motores del aparato, de 1 200 kilogramos de peso, fue a parar al sótano a través del hueco de un ascensor. Dejó tras de sí una estela de gasolina ardiendo. El otro motor, y parte del tren de aterrizaje, perforaron de lado a lado el rascacielos, salieron por su fachada sur y cayeron sobre el ático de un escultor en la planta 13 del edificio Waldorf, ubicado al frente, y lo convirtieron en una bola de fuego.
En medio del espanto ante tamaña contingencia, comenzaron a circular rumores acerca de su origen. Los más suspicaces dieron por seguro que se trataba de un ataque japonés; otros, que los alemanes estaban vengando su derrota, y hasta hubo quienes murmuraron que era una agresión de los marcianos.
Consecuencias de un error
Los tres ocupantes del bombardero murieron en el acto. Dentro del rascacielos se reportaron 11 fallecidos, entre ellos seis mujeres que participaban en una conferencia sobre asistencia social católica en tiempos de guerra, y un hombre que, desesperado, saltó al vacío por una ventana del piso 79, a todas luces para intentar escapar del fuego, que requirió 40 minutos para ser sofocado, todo un récord para la época.
La lista de occisos pudo ser mucho más extensa. Solamente que, por fortuna, todo ocurrió un sábado, y en el edificio apenas habían unas 1 500 personas de las 15 000 que solían ocuparlo en días normales de labor. Los trabajadores de las plantas superiores, así como unos 60 visitantes que se encontraban en el observatorio de la planta 86, fueron rescatados sanos y salvos por las escaleras de incendios.
En las avenidas contiguas al Empire State, el siniestro no ocasionó estragos de consideración, a pesar de encontrarse enclavadas en una de las zonas más concurridas y transitadas del planeta. Los socorristas contaron apenas una veintena de lesionados en medio de la lluvia de fuego y escombros.
No obstante los cuantiosos daños —la colisión generó pérdidas materiales valoradas en un millón de dólares de la época—, varias de las oficinas que funcionaban dentro del edificio abrieron sus puertas como si tal cosa un par de días después. Transcurridos tres meses, todo el inmueble quedó reparado.
Luego de las pesquisas en el área del accidente, los expertos del Departamento de Defensa de Estados Unidos concluyeron que, al parecer, «el piloto no calculó bien cuando decidió volar sobre Manhattan en tan malas condiciones ambientales». La muy famosa revista Time, por su parte, le dedicó al tema un amplio reportaje en su edición del 6 de agosto de 1945.
Un caso para el Libro Guinness
Entre los heridos de los primeros momentos figuró una joven de 20 años de edad: Betty Lou Oliver, quien ese mismo día iba a dimitir de su plaza de ascensorista del edificio para reunirse con su esposo que regresaba de la guerra. Cuando el avión se estrelló, la chica acababa de llegar al piso 75.
La explosión la lanzó fuera del elevador. Al advertir sus graves quemaduras, dos mujeres que andaban cerca la llevaron a toda prisa a otro ascensor para que bajara al lobby y abordara una ambulancia. Pero el aparato había sufrido grandes daños. Así que, al cerrar herméticamente sus puertas, los cables de seguridad se reventaron y, en caída libre de 75 pisos, el elevador se precipitó al vacío con Betty dentro.
Sin embargo, como hubiera sido lógico que sucediera, el ascensor no impactó violentamente contra el suelo del sótano del edificio. Para suerte de la chica, los miles de pies de cables caídos favorecieron su salvación, pues, al acomodarse sobre la parte inferior del eje, configuraron una superficie de aterrizaje más suave que amortiguó el colosal golpe.
Betty fue rescatada —y salvada por segunda vez en el lapso de unos pocos minutos— con graves lesiones en las piernas y la columna vertebral. Desde entonces, ella figura en el Libro Guinness de Récords como la única persona que ha logrado salvarse después de caer dentro de un ascensor desde una altura de más de 300 metros. Se recuperó en menos de ocho meses, al término de los cuales se mudó a Arkansas, donde falleció 54 años después, el 24 de noviembre de 1999.
Semblanza de un emblema
El Empire State comenzó a erigirse el 17 de marzo de 1930 y se inauguró oficialmente el 1ro. de mayo de 1931. Con sus 443,2 metros de altura —incluyen los 62 de la antena—, fue el edificio más empinado del planeta hasta el debut de la Torre Sears, en Chicago, en 1974. A sus 102 pisos se accede con la ayuda de 1 860 peldaños y 73 ascensores. Por sus valores, lo han incluido entre las siete maravillas del mundo moderno.
Alcanzó celebridad en 1933, cuando prestó su pináculo para grabar la primera versión del filme King Kong, obra maestra de trucajes fotográficos especiales, donde un enorme gorila que huye de sus captores escala hasta la cúpula mientras una de sus manos retiene a la joven Ann. Luego de ponerla a salvo sobre una cornisa, el simio intenta tumbar los aviones que le disparan hasta que, finalmente, lo hacen caer al vacío.
El Empire State ha inspirado no solo películas, sino también seriales, canciones y hasta videojuegos. A pesar de la férrea competencia mediática de otros rascacielos más fastuosos y modernos, continúa siendo el ícono arquitectónico preferido de los habitantes de la llamada Babel de Hierro.