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Una revolución madura

Cierre de campaña del candidato socialista reúne a millones de venezolanos en Caracas. Siete avenidas repletas por la «marea roja»

Autor:

René Tamayo León

CARACAS.— Me pongo mi habitual pantalón beige, mi chaqueta de reportero de igual color y debajo un pulóver marrón. Hace mucho calor en la ciudad. Me calzo los viejos zapatos de artesano que compré hace año y medio a un merolico de Mantilla antes de venir para Venezuela. Son los más cómodos. Deberé caminar unos diez kilómetros por siete avenidas de Caracas si quiero hablar con la gente y comprobar con mis propios ojos la concentración de millones de personas que prometió el candidato Nicolás Maduro para su cierre de campaña presidencial.

Tiene que ser antes de que el Presidente Encargado llegue al centro del valle donde se asienta esta cosmopolita urbe de más de cuatro millones de habitantes, entre residentes fijos y temporales. El dirigente socialista dijo que iba a recorrer las siete avenidas. Yo aprovecharía el mediodía y el inicio de la tarde para el recorrido. A esa hora aún Maduro andaba por Zulia, cerrando campaña en el occidente del país. Seguro se demoraría. Los tiempos en Venezuela siempre son relativos.

Cuando llegue no podré caminar un paso, y debo estar cerca de la tribuna para el comienzo del acto, luego tendré que retirarme, pues el horario de cierre del periódico no da tiempo.

Me cuelgo las credenciales de periodista extranjero y la que emitió el Consejo Nacional Electoral para la votación del domingo. Salgo del hotel, me fumo un último cigarro. Cuando hay mucha gente en las calles, no debo hacerlo. Los venezolanos no aceptan a nadie fumando en medio de una multitud, mucho menos cigarrillos negros, con su delicioso olor a tabaco cubano.

Salgo. Una joven me interrumpe el paso a unos metros. «¿Usted es chavista?», me pregunta. «¿Yo?, soy cubano», le respondo. «Es lo mismo, ¿por qué no se pone una franela roja?», me dice. Abre una mochila y me entrega un pulóver. Le agradezco. «Pero ahora no me lo puedo poner», comento. «Delante hay baños portátiles, colóquesela allí», me señala con cariño.

Dudo. ¿Un pulóver nuevo? El mío es viejo; más fresco. Me sumerjo en la multitud, miro la prenda y la guardo en un bolsillo. No quiero vestirme de rojo, pues crearía mucha empatía con las personas a las que les preguntaré sobre la campaña y otros temas políticos. Eso no me gusta. Prefiero mantener alguna distancia; acercármeles, indagar, ver que me miran con reojo y con insistencia a mi credencial. Entonces, cuando la levanto y les digo que soy cubano, me hablan como si me conocieran. Siempre es así. Ya casi lo hago en broma.

Trescientos metros más adelante se me acerca otra joven. «¿Usted es chavista?»... «¿Yo?, soy cubano»... Y otro pulóver más... Lo rechazo, saco el que tenía en el bolsillo y finjo inocencia. «No, gracias, ya otra muchacha me entregó uno, me dirijo a los baños para ponérmelo»...

Salgo. Está afuera, sonriente. «¡Ah, qué bien!». Tiene en la mano una gorra tricolor con el escudo nacional y la insignia del 4 de Febrero (la fecha en que en 1992 Chávez dirigió la rebelión cívico-militar que dio inicio simbólico a la Revolución Bolivariana), me la coloca. De un bolsillo saca un bigote y de otro un silbato que emite el trinar de un pájaro. Le digo que está bien, pero que no puedo andar con bigote postizo y trinando, que debo trabajar, hablar con la gente. «Bueno, cuando termine, se me pone el bigote», me dice simpática.

Una revolución simbólica

Continúo rumbo. Siete avenidas; diez kilómetros... El distanciamiento profesional se fue al carajo. Soy parte de la «marea roja», el nombre que usan los chavistas para identificar sus multitudinarias concentraciones políticas.

En apenas 300 metros y 15 minutos, la simbología revolucionaria se impuso. La actual campaña electoral se ha convertido, entre otras cosas, en una guerra de símbolos entre los dos principales contendientes: los chavistas y los derechistas.

En la oratoria, está el medular: la lucha de dos modelos: el socialismo bolivariano o el regreso al neoliberalismo más feroz —aunque el candidato opositor ha disfrazado este muy bien.

En lo material, las prendas y objetos rojos, las imágenes icónicas de Chávez y sus frases claves ya son tradición. Se fueron sembrando en el imaginario popular por más de 20 años, incluida su premonitoria frase del 4 de febrero de 1992, cuando rendía sus armas ante el fracaso militar de aquella rebelión pero exponía ante las cámaras, en poco más de un minuto: «Por ahora no fue posible, vendrán tiempos mejores para la patria». Así iba a ocurrir el 6 de diciembre de 1998, cuando la Revolución se hizo con el poder por la vía pacífica.

Otras alegorías han surgido en las últimas semanas para reforzar la personalidad colectiva y el liderazgo del chavismo. Ha sido un interesante proceso mediático, ideológico, político y cultural. También, sumamente curioso. Las nuevas simbologías chavistas, que lejos de excluir las anteriores, ahora lo que hacen es multiplicarlas, han sido promovidas por la propia derecha y sus poderosos medios de comunicación.

Créase o no, es lo que está ocurriendo. Para colmo, han reforzado la imagen propia de Nicolás Maduro, más allá de la inmanencia del presidente Hugo Chávez.

Es algo que aquí ocurre constantemente: cuando la oposición va por lana, sale trasquilada. Entre los actuales símbolos está el bigote de Nicolás Maduro. Surgió en febrero, cuando, incluso en vida del Comandante Presidente, el ultraderechista Antonio Ledezma, alcalde metropolitano de Caracas, expresó, dirigiéndose al entonces Vicepresidente Ejecutivo: «Si hay elecciones sobrevenidas, te vamos a cortar el bigote».

El actual Presidente Encargado es un tipo que sobresale por su gran estatura (alrededor de 1,90 metros), su corpulencia física (aunque no es gordo), su cara de buenazo, casi infantil, y su espeso bigote. El mostacho del que se burló Ledezma en febrero ahora es un ícono, una gran broma de los chavistas. Mujeres, niños, adolescentes, jóvenes y hombres lo usan para mofarse de la derecha. «Darle en la cabeza».

Y como «a quien no quiere caldo, tres tazas», está ocurriendo lo mismo con la anécdota muy personal que hizo Maduro en Barinas, el pasado 2 de abril, durante el inicio de la campaña electoral. El Presidente (e) contó que esa mañana, en una capilla que usaba Chávez cuando iba a su tierra natal, él quiso orar. Mientras lo hacía, un pajarito entró al lugar, dio tres vueltas, se posó en un travesaño y trinó. Maduro le respondió con un silbido. Lo contó sin tapujos. Dijo que el pasaje había sido para él como una visita del Comandante Presidente.

Maduro es un hombre religioso. Tiene derecho a sus propias interpretaciones de vida. No obstante, la anécdota se convirtió en matriz —más que de risas e ironías— para una de las tantas vertientes de la feroz campaña mediática que se ha desatado contra él para desacreditarlo. Sin embargo, lejos de lograrlo, el Presidente (e) —que también tiene un fino humor— inició a partir de ahí todas sus presentaciones proselitistas silbando. El pueblo no se quedó atrás. Ahora, además de silbar, entregan silbatos que simulan el trino de los pájaros.

En resumen, mientras más la oposición busca desacreditar al candidato de la Revolución, menos lo logran. Sin quererlo, la derecha está reforzando la iconografía chavista. No es bueno para ella. El curso de la sociedad humana depende mucho de los símbolos, y cuando se está ante un pueblo sabichoso y alegre como el venezolano, es peor.

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