En este 2009 la UE aprobó su Tratado de Reforma que desde el primero de diciembre rige institucionalmente en el bloque de 27 países Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 04:53 pm
«¡Vaya añito!», suspirarán los jefes de Estado y gobierno de la Unión Europea cuando 2009 cierre el telón y ellos levanten las copas para brindar con whisky, cava, coñac o aguardiente de majagua.
Y el relajamiento vendrá porque fue en 2009 cuando, ¡por fin!, vieron aprobado el Tratado de Reforma de la UE (Tratado de Lisboa), que desde el 1º de diciembre rige institucionalmente en el bloque de 27 países.
El camino fue largo, pues lo que comenzó como proyecto de «Constitución Europea» recibió en 2005 sendos batacazos del electorado holandés y francés. Hubo que dorar la píldora, endulzarla, hacerla pasar por «otra cosa» —porque una Constitución, necesariamente, debe ser sometida a consideración de la gente— y, bajo el nombre de «tratado», ir aprobándola de Parlamento en Parlamento. Luego el presidente de la Comisión Europea (CE), José Manuel Durao Barroso, dijo que el documento «sitúa a los ciudadanos en el centro del proyecto europeo». ¡Por supuesto! Y también el chicharrón es carne…
De todos modos, sí se puede esperar una mayor agilidad en la toma de decisiones por parte de la UE, pues el Tratado de Lisboa elimina, en un manojo de temas, la necesidad de la a veces tan incómoda unanimidad, que limitaba la actuación comunitaria —¡imagínense poner a 27 de acuerdo!—.
Valga además la prerrogativa otorgada a los ciudadanos de que un millón de ellos puedan pedir a la CE que presente sus propuestas de legislación, pero encojámonos de hombros al saber que, en lugares como Gran Bretaña y la República Checa, no valdrá la Carta de Derechos Fundamentales para esas mismas personas, condición que pusieron dichos países para darle luz verde al Tratado. Leyes «macroeuropeas» en un sitio, agujeros negros en otro, y los individuos «en el centro del proyecto»…
Los dos que se las vieron con la última etapa de la aprobación del texto comunitario fueron la República Checa y el Reino de Suecia, quienes ejercieron la presidencia del Consejo Europeo durante la primera y la segunda mitad del año, respectivamente. De la ejecutoria de Praga no hay mucho que decir, salvo que en medio de su semestre, el primer ministro Mirek Topolanek se vio arrojado del cargo en su propio país (dedicaba mucho tiempo a pasear desnudo por la orilla de la piscina en casa del italiano Berlusconi), y que el mandatario checo, Vaclav Klaus, se esforzó por ser hasta el último minuto una piedra en el camino para la ratificación del Tratado de Lisboa (no por temor a ver erosionados los derechos de los trabajadores, ni a la mayor militarización de la UE, sino por ver en ella un «macroestado totalitario», ¿?).
Quien mejor resume la cuestión es la eurodiputada verde Rebecca Harms: «Es difícil hacer un balance de los logros conseguidos durante la presidencia checa», porque «no los ha habido». O en clave poética: «Pasarás por mi vida sin saber que pasaste…».
Vino después el turno de Estocolmo, y al primer ministro sueco, Fredrik Reinfeldt, le salió una ampolla en el índice de tanto telefonear al checo Klaus para hacerlo cambiar de parecer. Solo cuando los irlandeses, que ya habían dicho NO al Tratado, dijeron en octubre que sí —fue el segundo referéndum, y el duro golpe de la crisis económica en Irlanda los convenció de que era mejor estar a la sombra de la UE—, fue que Klaus accedió. Y el tanto fue para Suecia.
También bajo auspicio nórdico se eligió al presidente permanente del Consejo Europeo y a la Alta Representante de Política Exterior, figuras recogidas en el Tratado para darle un rostro internacional a la UE. Los seleccionados, el belga Herman Van Rompuy, para el primer puesto, y la británica Catherine Ashton para el segundo, eran grandes desconocidos, y los analistas más suspicaces vieron en ello una jugada de Francia y Alemania para seguir «cortando el bacalao» en el Viejo Continente.
Por último, y con esto deberá cargar Suecia y el resto, está la recién finalizada Conferencia de Copenhague. La «eurobulla» respecto al acuerdo que saldría de la capital danesa era ensordecedora. Tengo el escritorio lleno de papeles en que varios miembros de la UE prometían tragarse sin masticar el cambio climático, imponerse cuotas de reducción de gases contaminantes, convencer a los remisos, ayudar a los más vulnerables, difundir los argumentos científicos sobre el peligro inminente…
Al final, cuando un documento insípido cerró la cita con broche de lata oxidada, me pregunto qué hacen allí estampados los nombres de los países europeos más «comprometidos» con lograr un acuerdo vinculante ¡que finalmente no nació! El rostro sonriente de la Casa Blanca terminó por envolverlos a todos en una gasa de palabrería, y muchos se preguntaron de qué ha valido que la UE pretenda fortalecerse jurídicamente y dotarse de grandes figuras protocolares, si a la clásica hora de los mameyes, coge el mismo caminito de siempre.
«¡Qué añito!», dicen por allá. ¡Si lo sabremos los del Sur…!