Desterrar la exposición a esta violencia requiere actuar desde la prevención y no esperar a que se confirmen sus manifestaciones más llamativas
Al escribir la historia de tu vida, no dejes que nadie más sostenga el lápiz.
(Campaña internacional)
Cada 20 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Infancia, fecha en que además fue aprobada la Convención Internacional de los Derechos del Niño, en 1989. Las acciones alrededor de esa jornada procuran crear conciencia en las escuelas y en la sociedad sobre la prioridad de conceder a sus menores protección, seguridad, salud y educación, sin importar las circunstancias de su nacimiento y desarrollo.
En ese camino, uno de los flagelos a rradicar es el acoso escolar o bullying, complejo fenómeno que afecta el bienestar emocional y académico en todos los niveles de enseñanza, y es responsabilidad de los centros educativos y la comunidad fomentar espacios libres de este tipo de violencia, que los docentes alimentan con su permisividad.
Cortar ese mal hábito requiere de sensibilidad en adultos e infantes, e información sobre sus consecuencias a corto y largo plazos, tanto para víctimas como para abusadores. Se necesita promover una cultura de convivencia pacífica y respeto a la diversidad en todas sus expresiones: de identidad sexual, origen, color de piel, estatus social, capacidades físicas e intelectuales, ideologías…
Desterrar el bullying requiere actuar desde la prevención y no esperar a que se confirmen sus manifestaciones más llamativas, como golpizas o vejaciones públicas, porque antes de llegar ahí, el chico abusador (o chica) probó fuerzas de muchas maneras para imponer su control, sobre los abusados y sobre los testigos, cómplices desde el silencio o la burla.
Es importante estar al tanto de la violencia sicológica en estos espacios de socialización infantil y no permitir que se normalicen los nombretes, gritos, amagos de golpes o juegos de manos, mucho menos la expropiación de medios escolares, juguetes o alimentos, la intimidación o «favores» impuestos.
Incluso el modo de mirar, conminatorio en unos y abochornado en otros, puede ser indicio de una dinámica violenta que, si se convierte en rutina, afecta la salud física y mental de ambos menores y enferma el entorno.
No es idiosincrasia, sino bullying, el irrespeto al espacio ajeno, el cuestionamiento a la expresión de su identidad y la exclusión por características propias o familiares. Así hay que hacerlo saber y frenar el asunto, incluso si se hace por «diversión», porque sus efectos son devastadores para el desarrollo emocional de quien ejecuta o recibe el maltrato, y hasta para los espectadores, voluntarios o involuntarios, porque el marco de relaciones sociales y afectivas se conforma en esas edades.
Es imprescindible hablar del tema en las aulas y los barrios, aunque no se conozcan casos explícitos, y crear el ambiente para que todos se sientan escuchados y valorados. Que no sea un problema decir cuando se sienten violentados, aun cuando no sea intención del actuante, porque la empatía se adquiere en el ejercicio diario del escuchar con sensibilidad.
Al decir de la Doctora en Ciencias Pedagógicas Yoanka Rodney, este fenómeno debe analizarse de manera multidimensional. Además de lo sicológico, hay un impacto en lo educativo, porque afecta el cumplimiento de los objetivos del proceso escolar y obstaculiza el desarrollo intelectual, social, moral y de salud del estudiantado. A esto se suma la dimensión jurídica, porque esa violencia atenta contra los derechos, y de eso también es preciso hablar.
La Doctora Rodney llama la atención sobre dos tipos de situaciones marco para el bullying: en relaciones asimétricas (jerarquías más o menos aceptadas en el grupo por edad, rol social, «superioridad» física u otros estereotipos), y cuando son simétricas, y los roles de víctima y agresor pueden intercambiarse.
La estrategia a seguir depende de cada contexto, pero hay elementos comunes a tener en cuenta, y el primero es educar desde los valores y desde el ejemplo de los adultos, con énfasis en la cortesía, el respeto y la inclusión. Tanto en casa como en la escuela y la comunidad, los menores necesitan patrones de comunicación compasiva y afectuosa, con rasgos de humor, pero no de burla insana, y deben percibir la violencia como anomalía, no como algo natural.
La escuela debe capacitar a su personal y divulgar mecanismos para detectar los rasgos de esa conducta inadecuada, y atender a tiempo las necesidades de menores maltratados y maltratadores, porque esa violencia no sale de la nada.
También es imprescindible la supervisión continua, porque en muchos casos el abuso se da en momentos de descuido del personal a cargo. Los baños, por ejemplo, son propicios para ello, sobre todo si el origen del bullying es la ambigüedad en la expresión sexual de la víctima o sus características físicas. Pero como la privacidad también debe educarse, toca a los adultos manejar al grupo, para que no coincidan potenciales víctimas y victimarios al atender esa necesidad.
Algunas escuelas crean buzones de cartón o virtuales donde depositar quejas y alertas, y comparten en redes y murales detalles para identificar el perfil de abusados y abusadores según edad y circunstancias, además de alternativas para divertirse o destacar sin hacer daño a nadie. Es importante cortar la impunidad, y no ver el suceso como una prueba de socialización, cuando en realidad conduce al aislamiento.
La crueldad nunca es inocente, tiene su origen en otro tipo de problemas domésticos o comunitarios. Los abusadores suelen ser abusados en otro contexto. Esa experiencia es humillante y muchos callan para no ser vistos como débiles, y en algunos casos ser castigados o forzados a devolver la violencia.
Pedir ayuda es un derecho, no una debilidad, y puede hacerlo el afectado o testigos del hecho, si sienten que luego recibirán protección. Por eso, tanto adultos como menores necesitan herramientas de mediación inteligente, y entender que la violencia no se resuelve con más violencia basada en otros niveles de jerarquía.
El menor tiene lesiones difíciles de explicar.
Su ropa, libros y otras propiedades suelen estar rotas.
Hay cambios en los hábitos alimenticios y de sueño.
Baja notas o no quiere ir a la escuela sin razón aparente.
Llora con facilidad o está irritable.
Se pierden cosas en casa que pudiera estar llevando a su victimario, para evitar el daño corporal.
Tiene conductas autodestructivas, como huir de casa, hacerse daño a sí mismo o hablar de suicidio.
También hay señales en quien ejecutael abuso, y no es bueno ignorar esa agresividad. La familia debe buscar las causas y ayudarle a reß exionar, aceptar responsabilidades y variar hábitos, porque lo que hoy es abuso entre infantes, mañana puede convertirse en delito, y es derecho y deber de sus adultos frenarlo.