Las tormentas solares amenazan a la era de la información, si no se toman medidas para sortear sus efectos
Domingo 28 de agosto de 1859. El calor, como es usual en este período del año, castiga La Habana. A las 9:50 p.m. el meteorólogo Andrés Poey Aguirre divisa una luz rojiza que se extiende sobre el oscuro cielo capitalino. El fenómeno se extiende durante horas en el horizonte y se ubica a la altura de la Estrella Polar. El investigador y los habaneros disfrutaban esa noche, en pleno trópico, de una aurora boreal.
«Su base era de un hermoso rojo carminado, de donde partían rayos divergentes de diámetro variable, unos color de fuego y otros blanquizcos que se elevaban al zénit», escribió el científico en carta enviada al geólogo francés Elie de Beaumont, según recoge el libro Anales de la Universidad de Chile.
Asombrado, Poey Aguirre no podía explicarse por qué esta aurora boreal —que se repetiría cuatro noches después sobre el cielo habanero— ocurría tan al sur de su lugar natural: el Polo Norte.
Acaso lo mismo sucedió en Hawaii o aun más al sur, en Panamá, donde también el cielo se tiñó de colores rojizos y verdosos.
Mientras, en Estados Unidos —refieren crónicas de la época— las auroras boreales tuvieron tanta intensidad que sus habitantes fueron capaces de leer los periódicos en la noche.
En las Montañas Rocosas, los mineros despertaron y comenzaron a desayunar poco después de medianoche el 2 de septiembre, pues creían que ya salía el Sol.
Un día antes, a las 11:18 de la mañana del jueves 1ro. de septiembre, al otro lado del Océano Atlántico el astrónomo británico Richard Carrington divisó una explosión de luz blanca en el Sol mientras dibujaba bocetos de sus manchas.
Desde el observatorio de Redhill, en Surrey, al sudeste de Inglaterra, Carrington fue testigo directo de la mayor tormenta solar conocida hasta el momento. Sus observaciones y análisis permitieron comenzar a estudiar este fenómeno, de ahí que lo sucedido por esos días alrededor del mundo se conoce como la tormenta Carrington.
Y aunque muchos disfrutaron del hermoso espectáculo brindado por el Sol, la tormenta también causó estragos. Las tecnologías a base de electricidad no estaban avanzadas todavía, pero en varias zonas de Europa y Norteamérica se registraron incendios en los puestos de telégrafos, aparatos con apenas 15 años de vida.
La corriente eléctrica, entretanto, «corrió» por los hilos telegráficos y provocó que muchas de las centrales colapsaran. Luego todo volvería a la calma.
Las posteriores investigaciones acerca de las tormentas solares han arrojado una conclusión digna de tener en cuenta: un evento como el Carrington podría repetirse, con graves consecuencias para esta era moderna.
Vivimos rodeados de tecnología. Los equipos que hoy nos hacen la vida más fácil —y en muchos casos parecen imprescindibles—, funcionan gracias al desarrollo energético e informático de las últimas décadas.
No solo me refiero a ordenadores, celulares y tabletas. En la lista de nuestra vida diaria se incluyen refrigeradores, equipos de cocción eléctrica, cajeros automáticos, aparatos médicos para pruebas de alta fidelidad, automóviles, aviones, barcos y miles de millones de kilómetros de redes de cables que transportan energía, por solo mencionar algunas de las facilidades más visibles.
Por eso hablamos de Era de la Información, de un mundo cada vez más conectado y con tendencia a llevar uno de los mayores inventos del siglo XX, Internet, hasta cada una de nuestras «cosas» de uso habitual.
¿Qué pasaría si una tormenta solar como la de 1859 volviera a repetirse? La primera palabra que puede ocurrírsele probablemente sea catástrofe, aunque no es necesario ser tan alarmista. Primero, tratemos de entender en qué consiste el fenómeno.
Una tormenta solar podría compararse con lo que conocemos como tormenta eléctrica. Su ocurrencia se debe a la eyección de masa desde el Astro Rey que en su viaje a través del espacio se conoce como viento solar. Al llegar a la Tierra, este viento solar interactúa con la magnetósfera, resultando las conocidas auroras. Estas últimas pueden ser boreales o australes, en dependencia de si ocurren al norte o al sur del planeta.
Las tormentas solares tienen diferentes intensidades, aunque desde el siglo XIX cuando comenzaron a ser estudiadas ninguna ha sido tan intensa como la de Carrington.
Su fuerza, sugieren estudios científicos de la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio de EE.UU. (NASA, por sus siglas en inglés), y la Agencia Espacial Europea, está relacionada con el ciclo solar, de 11 años de duración, y el lugar desde donde se originan en el Astro Rey.
Actualmente el Sol atraviesa el séptimo año de un nuevo ciclo, iniciado en 2008, y ya son varias las tormentas que han llegado a la Tierra sin que nos demos cuenta siquiera, pues la gran mayoría de ellas son inofensivas.
Empero, un aumento del número de manchas solares gigantes presupone la ocurrencia de una «supertomenta» antes de 2020, año en que se iniciará el nuevo ciclo.
Es este fenómeno el más temido por sus posibles graves consecuencias. De repetirse con la fuerza de 1859, estarían en problemas muchos de los satélites que hoy rodean la Tierra. Estos equipos, como todos conocemos, permiten conexión televisiva, de voz, de datos y son vitales para los Sistemas de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés).
El GPS está hoy presente, por ejemplo, en aviones, barcos, automóviles y hasta en los teléfonos celulares. De verse interrumpido este sistema, muchos de los aviones que en ese momento vuelen se encontrarían en serios problemas.
Otro efecto de las tormentas solares podría darse en las comunicaciones por radio, una de las más susceptibles de verse totalmente interrumpidas.
Podrían afectarse asimismo los cables transoceánicos de comunicación y especialmente las redes eléctricas, con todo lo que ello supone no solo a nivel doméstico sino también industrial o de servicios básicos, como los que presta un hospital, una línea ferroviaria, o una simple transacción bancaria. En términos de «desastre», los tendidos energéticos son hoy los más vulnerables de ser afectados, con consecuencias que nos hacen pensar en el popular serial televisivo Revolution.
El 13 de marzo de 1989 seis millones de personas se quedaron sin corriente eléctrica a causa de una tormenta solar, en Quebec, Canadá. Fue el último evento registrado con daños directos a la humanidad, el mayor en 130 años desde la tormenta Carrington.
Nueve horas después del apagón se comenzó a restablecer el servicio con grupos electrógenos, pero las líneas de alta tensión tardaron meses en ser reparadas por completo.
Aunque los daños económicos ascendieron a cientos de millones de dólares, esa tormenta solar incrementó los presupuestos alrededor del mundo para investigar cómo protegernos de ellas.
Como ya existen satélites especializados en detectarlas y normalmente tardan unos dos días en llegar a la Tierra y de 45 minutos a dos horas en «afectarnos», es posible evitar daños con sencillas medidas de seguridad.
Las compañías eléctricas, por ejemplo, con solo apagar sus plantas generadoras evitan perjuicios en los circuitos. Los vuelos pueden suspenderse o desviarse al aeropuerto más cercano, mientras las autoridades podrían emitir alertas para que desconectemos los equipos eléctricos y apaguemos los celulares y otros aparatos a base de baterías. Lo más importante en esta situación, es el monitoreo del evento para dar la voz protectora a tiempo si es necesario.
La Real Academia de Ingeniería de Londres indicó a inicios de 2014 que una «supertormenta» solar es inevitable. La cuestión no es si se producirá o no, sino cuándo. Pero lejos de cualquier visión apocalíptica, en su mensaje dejaron claro que supone un reto, no una catástrofe.