Estudios indican que el artefacto de unos 9 000 kilogramos de peso y altamente contaminante, caerá en el primer trimestre sobre algún lugar del planeta La red al dia
Como si del viejo cuento infantil de Pollito Pito se tratase, el gobierno de Estados Unidos, y en especial sus agencias de inteligencia, están en la palestra pública por estos días «porque el cielo se va a caer y el Rey lo debe saber».
Se trata nada menos de la filtración a los medios de información de la situación «ultrasecreta» del satélite espía L-21, puesto en órbita desde la base Vandenberg, de la Fuerza Aérea, en 2006, y que nunca funcionó correctamente.
Ahora se sabe que entre finales de febrero y principios de marzo el artefacto caerá sobre algún lugar de nuestro planeta, que nadie puede predecir exactamente, pues la órbita del satélite espía ha caído más de 70 kilómetros y ahora se encuentra girando a una distancia de 270 kilómetros de la Tierra, y se acelera en unos ocho kilómetros diariamente.
Esto lo convertirá en una bola de fuego que penetrará a la atmósfera a miles de kilómetros por hora, proceso durante el cual quizá se desintegre completamente... pero a lo mejor no.
Combustible espíaEl hydrazine, un nombre raro, poco escuchado salvo por los químicos y quienes tienen que ver con el mundo de la astronáutica, es el causante de la mayoría de los desvelos por la suerte del ya muerto pero todavía letal L-21.
Este compuesto es el combustible del satélite espía y es altamente nocivo y contaminante, por lo cual en cualquier lugar que cayeran fragmentos de la nave la contaminación estaría a la orden del día.
Aunque ecologistas y organizaciones protectoras del medio ambiente se aterran por lo que pudiera causar el hydrazine a este ya ensuciadísimo planeta, en la Casa Blanca, la Agencia Aeroespacial de Estados Unidos (NASA) y el Pentágono, los desvelos son de otra índole.
Aunque las filtraciones dejan bien en claro que el L-21 es un satélite espía, nada se sabe ciertamente de a quién o qué espía el equipo, que lleva a bordo pequeños motores para corregir su curso y forma parte de la extensa red de artefactos de este tipo diseminada en el espacio cercano a la Tierra por el gobierno norteamericano.
Desde los primeros lanzamientos en la década de los 60, en el siglo pasado, se calcula que haya centenares de estos artefactos circunvalando el planeta, como parte de programas de satélites espías de Estados Unidos como Lacrosse/Onyx, el Misty/Zirconio, el Samos, el Quasar, el Vela, el Vortex/Chalet y quizá el más conocido de todos, y en el cual se imbrican muchos de los anteriores: la Red Echelon.
Esta última es una inmensa telaraña de antenas espías en tierra y satélites en órbita, que permite al gobierno norteamericano rastrear, escuchar e incluso potencialmente interferir casi cualquier comunicación que se genere en la Tierra.
Claro está, L-21 bien pudiera ser solamente un satélite de escucha o quizá para tomar fotografías con alta resolución de «objetivos estratégicos» para el Pentágono; o pudiera tratarse de alguno de los tantos equipos diseñados para ayudar a teledirigir cohetes de alta precisión, o ser todo lo anterior junto.
Lo cierto es que, más allá de especulaciones, la preocupación de la Casa Blanca sobre el tema es que se haya filtrado a la prensa y la incertidumbre de dónde caerá el artefacto. Detalle curioso, sin embargo, resulta el hecho de haber sido lanzado en 2006, desde una base militar, en plena ocupación de Iraq y en escalada un conflicto con Irán, que da muchas posibles lecturas sobre las funciones reales del L-21.
En pedacitosRestos de un satélite espacial que se salió de su órbita y cayó a tierra. Gordon Johndroe, un vocero del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSC por su sigla en inglés) recientemente aseguró a la agencia de noticias Reuters que estaban «buscando alternativas potenciales para mitigar cualquier daño posible que este satélite pueda causar».
Dos días después de desatado el escándalo, Bryan Whitman, portavoz del Pentágono, ratificó que ellos estaban «al tanto y seguimos la situación de cerca», y tratando de minimizar la alarma recordó que desde hace 50 años han reingresado en la atmósfera terrestre alrededor de 17 000 objetos creados por el hombre, «y que ninguno ha causado algún problema grave».
No obstante, la aseveración no es totalmente cierta.
En 1997, por ejemplo, el tanque de combustible de un cohete Delta II, de 255 kilogramos, cayó en una granja de Texas, por suerte en una zona descubierta, pues con ese peso y a esa velocidad hubiera causado grandes destrozos.
Incluso, en fecha tan reciente como el 8 de octubre de 2005 un satélite lanzado por la Agencia Espacial Europea (AEE) a bordo de un cohete Rockot, desde el cosmódromo de Plesetsk, en el norte de Rusia, cayó al Océano Ártico minutos después de su despegue.
Nunca llegó a entrar en órbita debido a un desperfecto al separarse del cohete madre, por lo cual se prefirió echar al mar la friolera de 158,5 millones de dólares y el experimento que incluía poner en el espacio un sofisticado altímetro por radar, para estudiar los efectos del calentamiento global sobre los casquetes polares.
La desintegración del L-21 pudiera traer a la memoria también otra «desintegración» mortal, ocurrida en la soleada mañana del 1ro. de febrero de 2003, cuando el trasbordador Columbia se hizo pedazos en su viaje de vuelta a la Tierra, ante la mirada atónita de millones de personas en todo el mundo, que vieron las columnas blancas de humo por la televisión, incluyendo los familiares de los siete astronautas que perecieron en el accidente.
En aquel entonces, los fragmentos del Columbia se diseminaron por más de 500 millas cuadradas, que abarcaron el condado de Nacogdoches, en Texas, y otros de Louisiana, los cuales se inundaron de pedazos que iban desde pequeñas partículas hasta grandes trozos, muy calientes y altamente contaminados con hydrazine, hasta restos de combustible de cohete y otros materiales.
Pedrucón a la vistaAunque en los últimos años la NASA logró recuperar exitosamente algunos satélites que habían dejado de funcionar, hoy se barajan en secreto múltiples alternativas sobre qué hacer con el L-21, que van desde esperar a ver dónde cae, hasta dispararle cuando reingrese a la atmósfera terrestre.
Sobre esto último, John Pike, director de GlobalSecurity.org, un grupo norteamericano de investigación en temas de defensa, explicó a la agencia AP que la opción de disparar al satélite para «bajarlo» podría crear escombros que reingresarían a la atmósfera y se quemarían o caerían a la superficie.
La misma fuente abundó que si bien el artefacto pesa unos 9 000 kilogramos y tiene el tamaño de un autobús pequeño, mucha de esta masa podría «quemarse» como resultado de la fricción con la atmósfera, por lo cual llegaría al suelo muy disminuido o fragmentado. Y como quien no quiere la cosa, agregó que de todas maneras significaba una «amenaza para la seguridad de Estados Unidos» por los secretos militares que podría revelar.
Quizá por eso el portavoz Bryan Whitman especificó que el satélite espía será seguido de cerca e inmediatamente recuperadas sus partes, que ellos creen pudieran caer mayormente en los océanos, por la brillante «deducción» de que el 75 por ciento de nuestro planeta está cubierto de agua, y allí debe ir a parar el L-21.
Sea como fuere, lo que sí resulta curioso es que inmediatamente después de estallar el escándalo del cuestionado artefacto militar, los astrónomos de la NASA han «descubierto» que hoy, cuando usted lea esta trabajo, un inmenso asteroide habrá acabado de pasar cerca de la Tierra, que de colisionar con esta podría haber causado una tragedia tan grande como la que supuestamente provocó la extinción de los dinosaurios.
Pero no hay de qué preocuparse. El asteroide 2007 TU24, de unos 250 metros de diámetro, pasó a unos 538 000 kilómetros de la Tierra (alrededor de 1,4 veces la distancia de nuestro planeta a la Luna), y será el último grande que nos visite por lo menos hasta 2027.
Hasta entonces, esperemos que no sea un satélite espía lo que le caiga a Pollito Pito sobre su cabeza.