Los doce cuentos de la escritora santaclareña poseen el raro atractivo de acercarse sin la menor conmiseración a seres deformes, cobardes, suicidas, travestidos y despreciados
Doce cuentos integran Close up (Sed de belleza, Santa Clara, 2011). Lejos de tratar de imitar a los Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez —como esos, ninguno, ya se sabe—, estos de Liany Vento (una muchacha que no ha cumplido 30 años de edad), poseen el raro atractivo de acercarse sin la menor conmiseración a seres deformes, cobardes, suicidas, travestidos, despreciados. Es inusual en nuestro medio que una autora joven aborde semejantes tópicos. Y que lo haga sin mayores pretensiones, sin creerse una Carson Mac Cullers, es más raro aún. De tales imposturas ya tenemos bastante.
La autora abre fuego con dos cuentos (Nivel de realidad y Close up), donde grandes dramas psicológicos determinan las conductas de los protagonistas. La fealdad y la cobardía; paralizantes, terribles en su esencia, son desnudadas desde la perspectiva de alguien que debe, que siente la imperiosa necesidad de narrar. Luego, aparecen las narraciones Sin apuro y Violencia, sexo y melodrama, combinación de miserias como la pobreza material de una joven con una enfermedad cutánea, y un repugnante señor que no solo trabaja con detritus orgánicos sino que, además, es hijo de una prostituta confesa.
Cuando parece que ya Liany nos permitirá un respiro —a ese nivel de la lectura empezamos a rezar para que no todo el libro trate de figuras repulsivas—, nos golpea la rutina desgastante de Jornada de trabajo, el terror que provoca una niña potencialmente asesina (Cuando ya no hay tiempo), la complicidad que se siente por el hombre travestido de Piano Man, y entonces nos persignamos, porque comprendemos que no habrá salida al ambiente opresivo que esta joven escritora se empeña en describir con pasmosa naturalidad.
Para no agobiar al lector(a) de este comentario, me detendré en dos aspectos que, a mi juicio, sobresalen como elemento común en las páginas de Close up: La aspiración constante de las voces improvisadas de convertirse en reales escritores —narradores omniscientes que todo el tiempo meditan sobre la complejidad del oficio mofándose de los estamentos mal aprendidos y peor comprendidos en los talleres literarios, la frustración de saberse incapaces de llegar a ser émulos de «grandes literatos» pero siempre manteniéndose en el empeño— y el asunto de la sexualidad.
En varias de las narraciones sale a la luz el trasfondo de un homosexualismo velado, sufriente, incomprendido (Piano man y Vamos —este último, por cierto, el mejor de los cuentos del libro—), así como las consecuencias de vínculos heterosexuales insatisfactorios y hasta humillantes (Acto de fe, Violencia, sexo y melodrama). Nada resulta habitual ni común, ni siquiera «normal» —sea cual sea el significado del término normal— en Close up, un libro que abiertamente se muestra como obra de principiante.
Pero, ojo: la autora no escatima en autenticidad. No pretende aparentar que con este ejemplo ha llegado a la cima de su carrera, sino todo lo contrario. Ofrece la posibilidad de que exploremos hasta más allá de las formas y de los tópicos que ha escogido para incorporarse, eso sí, al corpus narrativo que las mujeres —créase o no— integramos con sospechosa tenacidad.
Por último, unas palabras al libro como objeto útil de arte. La sugerente portada, cuyo diseño corrió a cargo de Déborah García, me parece excelente (las cubiertas de esta colección me conquistaron desde el libro Mientras Tracy Chapman canta, de Marvelys Marrero), así como también debo mencionar la cuidadosa edición de ambos libros. Sed de Belleza, en resumen, es una editorial que debe tenerse en cuenta por su hermosura, y por los apetitos que poco a poco va saciando.