De modo que sentí un soplo de consuelo al descubrir que aún quedaba alguien tan cerca de mi casa, cuyo único problema en este mundo era que Peggy le diera un beso
En un largo muro blanco, frente a mi casa de México, amaneció el viernes pasado un letrero enorme: Peggy, dame un beso. Está pintado con un soplete de tinta indeleble, de esos que se usan para la guerra política de las paredes, y se le nota el pulso tenso e intenso de los letreros clandestinos escritos con el alma en un hilo en el sigilo de la madrugada, mientras los cómplices vigilan las esquinas para dar el aviso oportuno. Sin embargo, está fuera de las áreas urbanas donde suelen librarse aquellas guerras de sombras, y adonde no llegan ni siquiera los desahogos murales de la cercana ciudad universitaria. Pero es bastante grande como para que Peggy lo vea al pasar, sin ninguna duda, por muy distraída que vaya y por muy indiferente que sea, y bastante desolado como para tocar su corazón de piedra. Cuando lo descubrí, acababa de leer los periódicos, que en estos tiempos es como tomarse un frasco de aceite de ricino en ayunas. Había pensado, leyendo las noticias de Guatemala, que tal vez nos ha surgido en América Latina lo único que nos faltaba para colmo de peras en olmo: un ayatolah. Había tratado de analizar los resultados de las elecciones en El Salvador, y me preguntaba un poco ofuscado si la medicina no había sido peor que la enfermedad. Había pensado que la noche de Polonia era cada vez más oscura, que el Gobierno de Reagan necesitaba cada vez más una tabla de salvación para salir airoso del pantano en que se ha metido, y que nunca, en fin, desde que tengo memoria, había visto tan incierto el destino de mi país. Había intentado, como todas las mañanas al despertar, formarme una visión panorámica del mundo a través de la Prensa, y en todas partes había hallado memoria amarga de todo, y no sólo de mí mismo, como don Juan Tenorio en otros tiempos menos tormentosos. De modo que sentí un soplo de consuelo al descubrir que aún quedaba alguien tan cerca de mi casa, cuyo único problema en este mundo era que Peggy le diera un beso.
El seminario italiano L’Expresso, publicó hace poco un artículo sobre la suposición de que el sexo está pasando de moda, y de que el amor a la antigua regresa por sus fueros. Revelaba el resultado de encuestas, según las cuales más hombres y mujeres cometen cada vez menos el acto sexual, y que inclusive hay parejas que siguen siendo felices cuando ya no lo hacen. Se atribuía esta disminución al frenesí sexual de los años sesenta, en el cual, al parecer, la humanidad se había gastado casi todas sus reservas eróticas. Y hay estadísticas para demostrarlo: el 30 por ciento de las muchachas y el 55 por ciento de los muchachos habían tenido experiencias sexuales a los quince años durante el apogeo de los sesenta, mientras que sólo el cuatro por ciento de las muchachas y el 13 por ciento de los muchachos de quince años reconocieron haberlas tenido a fines del decenio.
No creo, sin embargo, que estas estadísticas sirvan para demostrar que nos estamos cansando del sexo, sino que le estamos dando en nuestras vidas la proporción que le corresponde en justicia, mientras que devolvemos al amor otros ingredientes que le habíamos quitado. A lo largo de mi vida, he asistido a un proceso de liberación sexual en dos países donde parecía menos probable: Colombia y España.
En este último país, que era una inmensa casa de Bernarda Alba desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo, se empezaron a notar las tremendas presiones sociales contra el cinturón de castidad desde mucho antes de la muerte del general Franco. Hace apenas unos quince años, cuando la necesidad fue más fuerte que la moral y se abrieron las puertas al turismo europeo, los guardias civiles espantaban de las playas a las valquirias que escapaban de las nieves del norte vestidas apenas con bikinis lineales. «Zorras», decían escandalizadas las buenas madres de familia que las veían desde la ventana. En los hoteles, aun en los más modernos y caros, estaban prohibidas las visitas en los cuartos, y más aún si eran del mismo sexo. Para mí, el primer síntoma de que algo estaba cambiando de pronto en aquella sociedad medieval, fue la clausura por falta de clientela del famoso hotel de paso de la ciudad: el mueblé de Pedralbes. Era un palacio decadente, con un cuarto chino donde todo era como en China, y un cuarto persa donde todo era como en Persia, con cortinas de peluche como en todos los burdeles del mundo y espejos de cuerpo entero hasta en los techos, tal vez para que los clientes tuvieran la impresión de que les daban por el mismo dinero la misma felicidad muchas veces repetidas. Mis hijos, cuya escuela primaria era contigua a aquel paraíso secreto, no tenían mejor diversión durante el recreo que subirse en la pared divisoria para aguaitar lo que pasaba del otro lado. Lo más divertido que pasaba, en realidad, era que los recamareros serviciales tapaban las placas de los automóviles que entraban, para que los otros clientes no pudieran ver de quién eran, en la vana ilusión de guardar secretos en una ciudad pequeña y murmuradora donde las cosas se sabían aun antes de que sucedieran.
Todo aquello me recordaba a la Bogotá de los años 40, cuando llegué por primera vez desde la costa Caribe, a los trece años de edad y ya con la virginidad perdida, como era de buen uso en mi tierra. Mi madre, como todas, me había puesto en guardia contra los dos peligros más graves que nos acechaban en aquellas alturas: la pulmonía y el matrimonio a la fuerza. En realidad, acostumbrados a desvestirnos en cualquier parte a treinta grados a la sombra, los caribes (y no los caribeños, como se dice ahora, no sé por qué) andábamos a merced de los vientos cruzados de los Andes, y muchos se morían de pulmonía de un modo tan fulminante y triste como los turistas bogotanos se ahogaban en el mar. Para esto nos aconsejaban desvestirnos siempre con las puertas cerradas, y salir del cine con la boca tapada con un pañuelo, como todavía se hace en Bogotá, no sé con qué fundamento científico.
El otro peligro era el matrimonio a la fuerza. En efecto, acostumbrados desde niños a gatear en cuartos ajenos, o acostumbrados a que nuestras propias tías nos gatearan en los nuestros, los costeños en Bogotá seguíamos creyendo que podía hacerse lo mismo con igual impunidad, y al final nos encontrábamos casi siempre con la embarazosa situación de estar embarazados.
Era, además, la menos terrorífica de las opciones, porque estábamos en los tiempos de gloria de las enfermedades de Venus. En los tranvías, en los vespasianos públicos, en todas partes, había letreros para recordarlo: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis». De modo que el único remedio contra la soledad eran los bailes de los sábados, con cuotas de a dos pesos, y en los cuales se veía a fondo el único lado permitido del amor: los boleros apretados, las citas al día siguiente a la salida de la misa, las cartas perfumadas, los cines furtivos, las lágrimas en la almohada solitaria, la poesía.
Todo eso se había ido en los años 60 barrido por el ventarrón del sexo puro. No me pareció mal. Al contrario: siempre he creído que uno nace con sus polvos contados, y que los que no se usan a tiempo se pierden para siempre. Pero es mejor el sexo con todo lo demás, que es el amor completo. Eso es sin duda lo que viene ahora, a juzgar por los anuncios del corazón. Las novelas de amor han vuelto a ser las más vendidas. Los novios vuelven a besarse en la calle. Hace unos días, mi hijo de dieciocho años le pidió a su madre que lo enseñara a bailar el bolero, porque el bolero ha vuelto, cantado y bailado, y en las ciudades de América Latina y España se están abriendo discotecas de penumbra para vivirlo de nuevo. Siempre he creído que el amor salvará de la destrucción al género humano, y estos signos que parecen regresivos son todo lo contrario: luces de esperanza. Por eso deseo con ansiedad que Peggy lea el letrero que alguien ha escrito para ella frente a mi casa.
Por favor, Peggy, dale un beso.
(Publicado en JR el 23 de agosto de 1987)