Dos estudios descubren el secreto funcionamiento de nuestro deseo por las comidas grasas
«Vivimos en tiempos sin pecedentes, en los que el consumo excesivo de grasas y azúcares está causando una epidemia de obesidad y trastornos metabólicos». Así lo describe Mengtong Li, autor del estudio Circuitos intestino-cerebro para la preferencia de grasas, publicado hace poco por la revista Nature.
Usted y yo tal vez pensemos que eso no es ningún descubrimiento. ¿Quién no sabe, ya a la altura de este siglo, que la dieta de azúcares y grasas constantemente promovida por la vorágine de cadenas de comida rápida que abundan en el mundo está destruyendo los índices de salud? No es novedad, es cierto. Pero lo que sí es un misterio actualmente en resolución es conocer los mecanismos precisos y específicos por los que el cuerpo termina por volver a las personas casi adictas a este tipo de alimentos chatarra.
Este estudio ha logrado revelar la conexión interna entre cerebro e intestino, por la cual, tal y como demuestra la investigación con ratones, desarrollada por especialistas del Instituto Zuckerman de la Universidad de Columbia, EE. UU. en estos animales, la grasa que llega a los intestinos desencadena una señal que es transmitida al cerebro por medio de los nervios y provoca el ulterior deseo de volver a ingerir comida grasa. Eso que podríamos llamar coloquialmente como un antojo.
Estas observaciones abren la puerta a la posibilidad de interferir en esa conexión intestino-cerebro, para cortar el deseo de más grasa, ayudar a elegir opciones más saludables y abordar el creciente problema mundial causado por el exceso de comida en algunas partes del planeta, según explicaron los autores a Nature.
«Si queremos controlar nuestro insaciable deseo de grasa, la ciencia nos está mostrando que el conducto clave que impulsa estos antojos es una conexión entre el intestino y el cerebro», precisó Mengtong Li.
Pero este mecanismo de «caprichos intestinales» no se limita a la grasa. Los investigadores han concluido que también con el azúcar se activa el mismo mecanismo intestinal hacia el cerebro.
La glucosa activa un circuito específico entre el intestino y el cerebro que se comunica con este en presencia de azúcar intestinal. Los edulcorantes artificiales sin calorías, por otro lado, no tienen este efecto.
«Las investigaciones demuestran que la lengua le dice al cerebro lo que nos gusta, es decir, lo que sabe dulce, salado o graso», afirma el Dr. Zuker, profesor de bioquímica y biofísica molecular y de neurociencia en el Colegio de Médicos y Cirujanos Vagelos de Columbia, pero, aclara, «el intestino, sin embargo, le dice a nuestro cerebro lo que queremos, lo que necesitamos».
Durante la observación, se ofreció a los animales botellas de agua que tenían grasas disueltas y botellas de agua con sustancias dulces. En apenas dos días, los roedores mostraron su preferencia por las botellas de agua que tenían grasas. Mantuvieron su elección incluso cuando los científicos los modificaron genéticamente para que no pudieran saborear la grasa. Lo curioso es que aunque los animales no podían saborear la grasa, se veían impulsados a consumirla.
Los investigadores pensaron que la grasa debía activar circuitos cerebrales específicos que impulsaban preferencia de los animales por la grasa. Para encontrar estas vías de comunicación, midieron la actividad cerebral de los ratones mientras ingerían grasa.
Los resultados mostraron que las neuronas del núcleo caudal del tracto solitario, que se encuentran en el tronco encefálico, la zona más primitiva del cerebro, se activaron. Algo que también ocurrió en el anterior estudio del azúcar. Las neuronas del nervio vago, que une el intestino con el cerebro, también se movían cuando los ratones tenían grasa en sus intestinos.
A continuación, los investigadores pusieron el foco en el intestino, más concretamente en las células endoteliales que lo recubren. Se encontraron dos grupos de células que enviaban señales a las neuronas del nervio vago en respuesta a la grasa.
Así lo explicó el autor principal del estudio: «Un grupo de células funciona como sensor general de nutrientes esenciales, respondiendo no solo a las grasas, sino también a los azúcares y aminoácidos», explica Li. «El otro grupo responde solo a las grasas, ayudando potencialmente al cerebro a distinguir las grasas de otras sustancias en el intestino».
Después de los hallazgos, los científicos bloquearon la actividad de estas células administrándoles un fármaco a los ratones. Ninguno de los grupos de células señalizó nada y las neuronas del nervio vago no respondieron a la grasa del intestino. Además, usaron técnicas genéticas para desactivar estas neuronas vagales, y, en ambos casos, el ratón perdió el interés por la grasa.
Además de los estudios de este equipo, otro hallazgo sobre el efecto del azúcar en la microbiota intestinal ha arribado en paralelo a estas investigaciones sobre los «antojos» y sus mecanismos.
La microbiota intestinal puede trabajar a favor de nuestra salud pero el azúcar la transforma.
Otro estudio con ratones descubrió que el azúcar en la dieta altera la microbiota intestinal de forma que conduce a la enfermedad metabólica, la prediabetes y el aumento de peso.
La dieta occidental, rica en grasas y azúcares, puede provocar obesidad, síndrome metabólico y diabetes, pero hasta hoy se desconocía el mecanismo exacto por el que desencadena estos cambios en el organismo. En los últimos años se ha descubierto que las bacterias intestinales pueden tener una influencia mucho mayor de lo que se pensaba.
La microbiota intestinal, indispensable para la nutrición de todos los animales, fue estudiada a fondo en una población de ratones. Los investigadores de la Universidad de Columbia decidieron mirar a fondo cuáles eran los efectos de una dieta de estilo occidental en la microbiota de los ratones de laboratorio.
Tras cuatro semanas con la dieta, los animales mostraban síntomas del síndrome metabólico, como aumento de peso, resistencia a la insulina e intolerancia a la glucosa. Sus microbiomas habían cambiado drásticamente, con un cambio total de las bacterias intestinales.
Ahora, con los resultados de ambos estudios, será posible pensar en modos farmacoterapéuticos de interrumpir esa conexión intestino-neuronal para evitar los antojos de grasas, y en métodos para evitar que la microbiota de las buenas bacterias intestinales sea transformada negativamente ante la presencia de azúcar. Esperemos que nuestros hábitos acompañen tanto esfuerzo.