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¿Tu teléfono es más inteligente que tú?

Una generación marcada por la vagancia mental comienza a ser retratada como la primera con un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres

Autor:

Iris Oropesa Mecías

No, abuelit@, los millennials no son malos, no te vamos a dar justificaciones para gritarles a tus nietos o a tus hijos. Tampoco diremos que las nuevas tecnologías fueron diseñadas «por el diablo». Si pensabas que eso afirmaríamos, te quedarás esperando, pues a nadie que piense dos veces se le ocurrirá decir que los dispositivos y las maravillosas redes tecnológicas a las que el desarrollo humano ha llegado son culpables de nuestros propios males internos. Pero habiendo dicho eso, sí nos hemos preguntado esta vez: ¿será cierto que las generaciones que ya nacieron rodeados de teléfonos inteligentes y selfis son distintas de las anteriores? ¿Tendrá que ver con lo poco que se les controla el tiempo ante las pantallas? ¿Hay algo en sus cerebros, o en su sicología de grupo, que la ciencia haya podido mostrar que contraste definitivamente con sus antecesores?

Los padres menos orgullosos

Las pruebas que miden nuestro coeficiente intelectual no son siempre iguales con el paso de los años. Como cualquier método de medición, también estos van siendo refinados, ajustados o, simplemente, cambian porque cambian también las condiciones de los testeados. Pero cuando a un equipo de investigadores se les ocurrió en el siglo pasado mantener la misma prueba para monitorear a diferentes generaciones de personas, descubrieron un resultado que nos ha enorgullecido como especie: cada generación aventajaba a sus padres en capacidad intelectual creando una curva ascendente, a este fenómeno se le denominó efecto Flynn.

Dado que el coeficiente intelectual se ve afectado por factores como el sistema de salud, el sistema escolar, la nutrición y las condiciones de vida en general… las pruebas se repetían en muestras poblacionales con similares y estables condiciones, y es un resultado que había mantenido el ascenso grupo tras grupo, generando todo tipo de estudios que intentaban localizar las causas en fenómenos sociológicos como los estímulos de la televisión, la era del conocimiento, entre otros.

Sin embargo, el resultado comenzaría a cambiar, justo con la primera generación de los nativos digitales. Por vez primera un grupo de descendientes posee un coeficiente intelectual por debajo del de sus padres y, por supuesto, ya se han levantado  los científicos a profundizar sobre los porqués y los cómos.

El teléfono y la internet sí tienen que ver

En los países estudiados, según explica en un reciente libro el neurocientífico Michel Desmurget (Lyon, 1965), director de Investigación en el Instituto Nacional de la Salud de Francia, esta es una tendencia que se ha documentado en Noruega, Dinamarca, Finlandia, Países Bajos, Francia, etc. Pero desafortunadamente es muy temprano para determinar el
papel específico de cada factor, incluida, por ejemplo, la contaminación o la exposición a las pantallas.

Lo que sabemos con seguridad desde ahora es que, incluso si el tiempo que un niño pasa frente a una pantalla no es el único culpable, este sí tiene un efecto importante en el coeficiente intelectual, aseguró el autor a la cadena BBC al ser interrogado sobre el «mito» de que las pantallas «embrutecen».

Varios son ya los estudios que prueban que cuando es excesivo el uso de la televisión o los videojuegos, el coeficiente intelectual y el desarrollo cognitivo disminuyen.

Los principales fundamentos de nuestra inteligencia, ha explicado el investigador, se ven afectados: el lenguaje, la concentración, la memoria, la cultura (el corpus de conocimiento que nos ayuda a organizar y comprender el mundo). En última instancia, estos impactos conducen a una caída significativa en el rendimiento académico.

También es fácil determinar los impactos disímiles que se reúnen cuando hay adicciones a dispositivos: disminución en la calidad y cantidad de interacciones intrafamiliares, que son fundamentales para el desarrollo del lenguaje y el desarrollo emocional; disminución del tiempo dedicado a otras actividades más enriquecedoras (tareas, música, arte, lectura, etc.); interrupción del sueño, que se acorta cuantitativamente y se degrada en calidad; sobrestimulación de la atención, lo que provoca trastornos de concentración, aprendizaje e impulsividad; subestimulación intelectual, que impide que el cerebro despliegue todo su potencial; y un estilo de vida sedentario excesivo que, además del desarrollo corporal, influye en la maduración cerebral.

¿Nos quedarán dudas de que hay que dosificar el tiempo de los menores ante la pantalla?

El mito de la generación narcisista

Yo, yo y más yo, eso parecieran decir los adolescentes con los que nos chocamos a diario en fotografías publicitarias, representaciones de cine o series televisivas. Sin embargo, más allá de tanta selfie rodando en las redes, ¿será verdad que estos nativos digitales son, en efecto, más narcisistas que los de otras épocas, o se trata solo de que tienen mejores medios para autorrepresentarse?

Joshua Grubbs, un estudiante de doctorado de Sicología Clínica de la Case Western Reserve University, formó parte del grupo de investigadores que hace apenas un par de años comenzó a comprobar los niveles de narcisismo entre la llamada generación millennial, la primera nacida tras la revolución digital de los años 2000.

Los resultados saltaron públicamente a cada medio para generar incluso lo que se ha considerado como un mito: pensar que los millennials son la generación más narcisista desde que se tiene documentación de este rasgo.

«El desorden narcisista de la personalidad —un patrón general de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía— sigue siendo un diagnóstico bastante raro, pero las cualidades narcisistas están ciertamente en alza», explicaba por entonces la sicóloga Pat MacDonald, autora del trabajo Narcisismo en el mundo moderno, al diario español El País. «Basta con observar el consumismo rampante, la autopromoción en las redes sociales, la búsqueda de fama a cualquier precio y el uso de la cirugía para frenar el envejecimiento», aseguraba.

Las investigaciones realizadas por la Universidad Estatal de San Diego a partir de 2009 confirmaban que tras estudiar a miles de estudiantes estadounidenses, estos comportamientos iban en crecimiento al mismo ritmo que la obesidad desde 1980, que había alcanzado niveles de epidemia.

Jorge Twenge, líder de aquel proyecto y autor de dos
libros —Epidemia narcisista, con Keith Campbell, de la Universidad de Georgia, y Generación yo— concluía que los adolescentes del siglo XXI «se creen con derecho a casi todo, pero también son más desgraciados».

Detrás de todo, tanto del decreciente coeficiente como del rasgo de narcisismo en aumento, los dispositivos y pantallas aparecían solo como medios o canales de visibilización del problema, no como causantes natos. Los responsables, como siempre, somos quienes educamos la sociedad toda.

Las teorías de Twenge han tocado un nervio cultural al culpar a padres y educadores de haber criado a una generación de narcisos. Un estudio europeo publicado en 2015 en la revista PNAS argumentaba que el narcisismo está vinculado con una educación parental que sobrevalora por sistema a los hijos alabándolos en exceso. Si a eso se unía el descontrol de sus tiempos de uso de internet y redes, pues la mesa para «bruticos con amor propio» podría estar servida.

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