¿Cómo puede alguien levantarse tras la furia del desastre, al ver cuando amanece el desamparo material que llega hasta los huesos? La voluntad, ciertamente, suele romperse en ese instante, se desmembra como castillo de naipes en pleno movimiento telúrico.
Recomponerla suele demorar, como las heridas del tiempo, sobre todo si eres testigo en carne propia de ese rugir del viento y del agua que salpica el pecho, te inunda la esperanza y muestra de frente cómo acaba con tanto esfuerzo familiar. Salir adelante cuando lo has perdido todo suele ser, quizá, la epopeya más difícil.
Vivir un huracán de la intensidad de Melissa es horrible. Ese sonido en plena madrugada se queda guardado en un repositorio que, a menudo, quisieras borrar de la mente. Sin embargo, no se va… permanece por un buen tiempo, tal vez décadas.
Hace tres años, cuando la furia huracanada de Ian destrozó hasta lo más inhóspito en el poblado de La Coloma, en Pinar del Río, un viejo señor allí, mientras secaba los colchones cubiertos de agua salobre e impregnados de olor pestilente por el fango y la humedad, me repetía incrédulo: «¿cómo diablo salimos de esta?»
Ahora en el oriente del país tal vez muchas personas y familias se hagan esa misma pregunta. Melissa fue un huracán muy similar a Ian, o quizá peor, porque su intensidad bastó para cubrir de destrozos a cuatro territorios: Holguín, Granma, Santiago de Cuba y Guantánamo.
Pero de aquellos días en La Coloma también recuerdo las caras desencajadas y rígidas cuando, durante las primeras horas después del desastre, comenzaban a llegar las manos para ayudar a levantar —en la medida de lo posible—, aquella zona siniestrada.
No olvidaré cómo los rostros estrechos fueron cambiando de matiz en la medida en que se limpiaban las calles, que llegaban los nuevos colchones para sustituir tanta guata mojada y perdida por la rabia del mar, al tiempo que se recuperaba una panadería y las donaciones tocaban en la puerta de las personas más necesitadas. Después de la rigidez vino el agradecimiento más noble con la única fuerza que les quedaba en pie: la bondad.
Hago este recuento porque es comprensible encontrar esos rostros desencajados, temerosos de que su piel vuelva a recibir las dosis borrascosas de una noche huracanada. Sin embargo, La Coloma me enseñó que hasta el panorama más abrupto se puede borrar, aunque demore, de la faz de la Tierra. Luego de tanto sinsabor nace, incluso, una sonrisa agradecida y la voluntad necesaria para levantarse de lleno.
Algo similar observo ahora en el oriente del país, donde no han faltado manos ni arrojo colectivo para cambiar de tonalidad un paisaje, sin dudas, complejo. Hasta allí ha llegado la solidaridad que carga este pueblo sobre sus hombros sin pedir devoluciones a cambio.
Es la épica del constante renacer la que se impone, esa que pone a prueba el extra colectivo que solo nosotros sabemos imponer en las más difíciles circunstancias. El oriente es hoy una zona donde se funden tantos jóvenes, por ejemplo, para recuperar en lo posible la esperanza perdida, donde continúan brigadas de todas las provincias avanzando hacia lugares insospechados para llevar un poco de luz.
Pero el extremo de la Isla también es escenario de seguimientos y visitas continuas. Esta semana la dirección del país llegó por cuarta ocasión en un mes a esas zonas azotadas por Melissa. Se trata de una voluntad que cobra vida aún en medio de tantas limitaciones que padecemos. Otra vez levantarse es la opción que impera, la que se va amplificando a diario y la más genuina.