Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Céspedes en el alma de la Patria

Autor:

Darian Bárcena Díaz

Córrese el riesgo de la repetición. Acecha siempre el denso olor a la copia, a la reiteración, cuando se intenta enfocar a ciertas figuras históricas. Así sucede con Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, el alma generosa y noble que el 10 de octubre de 1868 desbarató los presagios de la historia y los privilegios exclusivos de patricios para repartir entre todos, amos y sirvientes, la gloria entera de redimir la Patria.

El hidalgo bayamés que en hora sublime se alzó sobre sus propios prejuicios y liberó a sus esclavos, que fecundó a Cuba y se unió a ella en el más venerable de los sacramentos, que profesó como fe primera la devoción a la libertad, tal vez como elemento estrechamente ligado a su condición masónica, roza los límites de la leyenda, construida entre la suerte, el sacrificio y la ergástula.

Con la reverencia propia de un hijo debe tratársele al que recibió la condición de Padre de la Patria no solo por su actitud ante el asesinato de Oscar por fuerzas peninsulares, sino porque engendró todo un entramado de concepciones que marcan la forja de una nación nueva, concebida en el duro y crudo fragor de la lucha, en anticipación a la voluntad martiana de una república «con todos y para el bien de todos».

Céspedes no fue solo el forjador de una revolución social, sino el artífice principal de un movimiento político radical y abolicionista que durante seis años se había sometido a privaciones de todo tipo por el ideal de la redención. Un hidalgo bayamés que supo cambiar el lecho por la manigua, la mullida cama por la hamaca o la tienda de campaña y la pluma por el machete redentor.

Sobre la estirpe de nuestros héroes y cómo refiriéndose también al hombre de la Demajagua disertó José Martí, en su Discurso en conmemoración del 10 de octubre de 1868, en Hardman Hall: «[…]Aquellos padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de nuestro pueblo; aquellos propietarios regalones que en la casa tenían su recién nacido y su mujer, y en una hora de transfiguración sublime, se entraron selva adentro, con la estrella a la frente; aquellos letrados entumidos que, al resplandor del primer rayo, saltaron de la toga tentadora al caballo de pelear; aquellos jóvenes angélicos que del altar de sus bodas o del festín de la fortuna salieron arrebatados de júbilo celeste, a sangrar y morir, sin agua y sin almohada, por nuestro decoro de hombres; aquéllos son carne nuestra, y entrañas y orgullo nuestros, y raíces de nuestra libertad y padres de nuestro corazón, y soles de nuestro cielo y del cielo de la justicia, y sombras que nadie ha de tocar sino con reverencia y ternura. ¡Y todo el que sirvió, es sagrado!».

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