Llegó a nuestras vidas de la manera más inesperada y menos planificada. Ya meses antes mi hermano había advertido que en algún momento lo llevaría a vivir con nosotros, supongo que para buscar el consenso familiar, para saber qué nos parecía. Esta es la técnica que siempre ha utilizado cada vez que le pasa una idea (loca) por la cabeza. Y pese a que invariablemente a todo lo que propone le decimos que no, él siempre termina saliéndose con la suya y este caso no fue la excepción.
De tal modo, un día se apareció con el visitante y no nos dejó otra opción que acogerlo. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a su presencia y ajustamos nuestras rutinas en torno al nuevo inquilino. Lo que ocurrió después ya lo veíamos venir: nos encariñamos y lo hicimos parte de nuestra familia. Entonces, todo cobró sentido. Comprendí aquellas palabras que mi hermano a cada rato repetía: «Esta casa necesita vida». Porque así fue, desde ese momento nuestro hogar tuvo más vida que nunca, aunque lamentablemente por un corto período de tiempo.
Al principio, cada vez que yo salía a trabajar, no paraba de pensar en él, en qué estaría haciendo. Durante el tiempo en que convivimos juntos (que ahora siento
que fue muy poco y que quizá debí aprovechar mejor), al ausentarme de mi casa, una idea fija se apoderaba de mi mente: regresar pronto para verlo, acariciarlo y juguetear un poco con él.
Con el paso de los meses, él también se fue acostumbrando a nosotros y comenzó a entregarnos un amor infinito. Jamás había conocido un afecto tan puro y demostrado con un lenguaje tan peculiar, tan auténtico. Sus bienvenidas a los integrantes del hogar e, incluso, a cualquiera que tocara nuestra puerta, eran todo un espectáculo.
Brincos y más brincos, la cola moviéndose sin parar, leves mordidas (aunque no siempre tan leves), lengüetazos, olfateos, correr de un lado a otro de la sala-comedor, correr con fuerza de un lado a otro del pasillo, acostarse bocarriba
para que le acariciaras el vientre, más brincos y más todo lo anterior, felicidad pura, pura felicidad que a veces podía resultar inaguantable, hasta que te falta y percibes cuánto necesitas ese afecto excesivo.
Mis noches de trabajo en Juventud Rebelde tomaron otro color. Cuando yo llegaba de madrugada (luego del cierre de este diario) y mi familia dormía, al sentirme abrir la puerta, solo él se despertaba, salía del cuarto, me daba unos cariños (que yo reciprocaba) y luego se volvía a recoger. Mi papá encontró en él un fiel escudero en sus travesías nocturnas para botar la basura. Ahora mis llegadas volvieron a ser solitarias, nadie me recibe, y los caminos de mi papá en este ritual nocturno se tiñeron de soledad.
Él cambió muchísimo nuestra cotidianidad, para bien, y dejó un vacío que ni siquiera sabíamos que existía, del que nadie hablaba pero ahí estaba. Su muerte ocurrió demasiado pronto. No llegaba todavía al año de edad ni al año con nosotros. Faltaban apenas unos días para eso cuando una enfermedad nos lo arrebató, y ya de paso dejó nuestra morada nuevamente sin vida.
Luego de tanto dolor por su partida, me invadieron dos sentimientos: uno es que me niego a volver a sufrir de este modo y el otro es que empezaría todo de nuevo con tal de vivir otra historia de amor como esa. Por cuál me decantaré, aún no lo sé. De momento me queda el recuerdo, la nostalgia y lo aprendido. Una mascota te cambia la vida; llega para darte una lección/inyección de amor hasta convertirte, sin que te des cuenta, en un mejor ser humano. No soy la misma desde que él se fue.