Él era un ser azul, por el reflejo del color de sus ojos y de su alma. No era un músico con su instrumento a cuestas, más bien un tres que se había apoderado por completo de un hombre y lo hacía llevarlo a donde quisiera y sacar de él las más sublimes melodías. Paco siempre anduvo poseído.
Cuando ese embrujo comenzó era apenas un niño, el único fruto del amor entre una costurera y un campesino que adoraba la música. «Imagínate que yo tocaba con mi papá una tumbadora a la cual había que darle candela, no tenía llaves para afinarla, cuando el cuero se enfriaba se bajaba el tono, y con una lámpara o un fogón se calentaba y se ponía a la altura que quisiéramos. En invierno andábamos con dos lámparas chismosas para afinar la tumbadora, las prendíamos y no pasaban dos horas cuando teníamos que hacerlo de nuevo, porque se enfriaba y desafinaba. Recuerdo que era muy pequeño y mi mamá me sentaba en sus pies y yo tocaba, bueno, le daba golpes, más o menos».
Eso me contó Francisco Rodríguez, a quien todos llamaban Paco, una tarde larga hace exactamente diez años, y no olvido su encanto chispeante ante tales recuerdos, o cuando me habló de los meses de 1980 en que fue el más joven integrante de la orquesta del Teatro Musical de La Habana, célebre por los espectáculos del Negrito y el Gallego. Tenía solo 23 años, allí tocaba la única guitarra, y de sus manos florecieron criollas, sones, y toda la zarzuela cubana.
No había dudas, era uno de esos raros elegidos para entender el idioma de los acordes, de las clavijas y los trastes. Fue su amigo Félix Martínez, «Chiquitico», quien le abrió las puertas del grupo Campo Alegre y le enseñó el lenguaje del punto guajiro en el tres: las tonadas espirituanas, las de parranda, las españolas…
Entonces, cuando las tocó se sintió él también de madera, de acero y de armonías; se creyó flotar por un instante en el aire, fascinado ante las hebras de luna que salían de las cuerdas y se le alojaban en lo más profundo de los oídos. Paco había dejado de ser solamente humano, tenía un instrumento viviendo dentro. Comenzaba a cumplirse el sortilegio del tres.
«Eso fue un lunes, y el viernes ya yo estaba grabando en Radio Progreso como tresero de Campo Alegre. Con ese grupo acompañé a solistas como Ramón Veloz, Coralia Fernández, Martica Morejón, Inocente Iznaga, el Jilguero de Cienfuegos, toda esa pléyade de buenos intérpretes de la música cubana».
Fácil es hoy reconocerlo en las antiguas grabaciones pulsando su barnizado «dios» de seis cuerdas en pareja, mientras canta Justo Vega, Adolfo Alfonso y tantos otros grandes del repentismo, o Celina González, la reina de los ritmos campesinos, junto a quien llevó a muchísimos países las sonoridades de nuestra Isla.
«Conocí todas las ciudades de Colombia, viajábamos a allí hasta nueve veces por año. La primera vez que llegamos tocamos en un salón muy lujoso, de personas muy pudientes llamado Los Cristales, en la Feria de Cali, y cuando Celina cantó, las mujeres allí comenzaron a llorar y se arrodillaban a rezar. Eso había que verlo. Nosotros nos impresionamos, no sabíamos si llorar o ponernos contentos, se escuchaban voces agradecidas de: “Ay mamá, mira que te lo pedí, y aquí está”, como si ella fuera algo sobrenatural. Yo la vi en los grandes escenarios, era pequeña de estatura, un metro y medio es lo que medía, y se ponía que no cabía en aquellos salones.
«Ella era la madre de todos nosotros, siempre estaba cuidándonos, hasta los bajos de los pantalones nos arreglaba. Recuerdo que era obligatorio ir por la mañana a su habitación a tomar café, si no ibas te buscabas un lío con ella y cuando te veía te decía veinte mil cosas».
Nunca olvidó Paco esos momentos, y con sus sencilleces y virtuosismos, no solo se dedicó a tocar, además escribía sus saberes en una Metodología de la guitarra, el tres y el laúd para que los niños pudieran aprenderla; y tenía en la Casa de Cultura de Madruga, la tierra que lo acogió desde joven, un taller donde en un aula pequeña enseñaba los secretos de las notas y los pentagramas.
Muchas veces lo vi ahí, ejerciendo aquel magisterio que llevaba en sí desde décadas atrás, pues en su juventud se había graduado en Pedagogía y como maestro de la Enseñanza Primaria, durante diez años dio clases de Historia y Español en una escuelita madruguera ubicada en Hoyo Colorado.
Después no lo volví a ver; y hace unos días supe que en su pueblo se escuchó un tres tocar toda la mañana, la tarde y la noche. Salieron algunos de sus casas o se asomaron por las ventanas intentando descubrir de dónde venía la música que no terminaba. Parecía salir de lo profundo de los pinares, del fondo de los ríos, de debajo de las piedras musgosas; unas veces más exaltada y fuerte, otras triste y quebradiza, pero siempre clara y constante.
Un carro negro pasó con su carga de melodías rumbo al campo santo. Había muerto el maestro de mirada azul, el hombre poseído por el tres. Después de más de 24 horas, en la música se percibió una tumbadora como tocada por un niño, se hizo un cierre de punto guajiro y un silencio espeso lo cubrió todo.
Sin embargo, desde ese día no pocos dicen que quien pase cerca de aquella aula pequeña donde Paco enseñaba los secretos de los pentagramas, si cierra los ojos y aguza el oído, tal vez escuchará su tres tocar, y se sentirá flotar por un instante en el aire, fascinado ante las hebras de luna que salían de sus cuerdas y se le alojaban en lo más profundo del corazón.