Se le ve entre el dolor y la tristeza, sin deponer las ganas de salvar a los heridos. Anda con ropas raídas y el peso en los ojos de sus 68 años, tras haber visto muchas muertes y separaciones. No hinca las rodillas ni anda cabizbaja, aunque la lejanía de su hijo mayor duela más allá de los perímetros del alma.
Es Isabel María de Valdivia, la matriarca del campamento de El Saltadero, en tierra espirituana. Y en cada palabra trata de esconder la angustia por el complejo contexto de octubre de 1895 y la herida profunda por la larga separación de 15 años sin recibir el calor de un abrazo que solo toca en sueños.
Solo ahí, en la garganta profunda de la madrugada, arrulla a su Serafín, el niño que llegó a mayor general a golpe de machete e inteligencia, en la manigua redentora y en el exterior del país. El mismo que le arrancó desvelos desde antes de abrir los ojos. Temía que su segundo parto —ocurrido el 2 de julio de 1846— le arrebatara las mismas lágrimas que su primogénita Ana del Carmen, fallecida a los pocos días de nacer.
Ha pasado demasiado tiempo y disimula las punzadas que tuerce los tuétanos ante cada pérdida. «No tuvo suerte», dirían unos. «Fue víctima de un contexto insalubre», agregarían los más apegados a la ciencia. La verdad es que al matrimonio espirituano de Isabel y José Joaquín, de 22 vástagos solo diez le llegaron a la adultez.
A cada uno le inculcó ser independientes, defender las causas en que creían, ayudar a sus semejantes, aferrarse a los libros. Tal y como hace en el campamento mambí, a pesar de sus muchos años y padecimientos espirituales, bien lejos de su cuna burgués-terrateniente. Cose, hace remedios, cocina lo poco que se pueden llevar a la boca, regala alivios…
Llegó con el luto de la viudez campo adentro, donde el olor que deja el duelo con la muerte es fuerte, junto a sus tres hijas: Domitila del Carmen, Josefa María y Julia América. Sus hijos andan por otros puntos de la geografía haciendo historia. Isabel tiene un pensamiento fijo: rencontrarse con Serafín.
Y justo en el campamento de El Saltadero toca las estrellas que brillan sobre los esbeltos hombros. Se sumerge en sus ojos, donde encuentra la misma paz de la primera vez juntos, cuando el llanto del recién nacido espabiló la casona, ubicada en la actual calle Céspedes, de la ciudad del Yayabo.
A Serafín le sobran emociones. Entre sus brazos encuentra a la madre de pelo cansado, pero con la misma entereza que le impulsó a estudiar Agrimensura. Días después, deja tatuado en una carta a su esposa, Pepa Pina, fechada el 18 de octubre, su alegría por haber comido con su madre durante varios días.
Pero la guerra no da mucha tregua. Isabel está atenta a cada noticia que pasa los perímetros del grupo insurrecto, que se resiste a mantenerse dominado por España. Ha pasado un poco más de un año después de aquel abrazo que selló la distancia de más de una década entre madre e hijo.
La noche se hizo más larga, piensa con la mirada perdida por el estrecho trillo que conduce al parapetado campamento. El cuerpo se le congela. Se sobrecoge. Siente un mal augurio. ¡Ha caído en combate el mayor general!, le confirman. Isabel, envuelta otra vez en el más profundo dolor, alcanza a decir: «Solamente ha cumplido con su deber».
Sabe que no existe más refugio desde el día que vio partir al primero de sus hijos a la guerra, a la que entregó ocho más.
Permanece en la manigua sin bajar la cabeza, acomodando los dolores y tristezas y con ganas de ser útil, hasta que termina la lucha armada; no como anhela, pero sí como resultó inevitable. Decide entonces volver al refugio natural de Arroyo Blanco, donde encuentra el descanso definitivo el 27 de julio de 1904.
Justo ahí, rodeada de la familia sobreviviente, teje las últimas puntadas de su historia, donde alegrías y angustias confluyeron con fuerza de vendavales, como sucede siempre con las madres que jamás hincan las rodillas por sus retoños.