Coincidiendo con la entrada de las tropas israelíes en el complejo hospitalario Al-Shifa, ubicado a unos 500 metros de la costa mediterránea, en el norte de la Franja de Gaza, convertido por el régimen sionista de Benjamín Netanyahu en un escenario de guerra, unas 200 000 personas se manifestaron en Washington D.C. a favor de la masacre palestina.
Lo digo sin fingimientos de ningún tipo: no soy imparcial, tampoco antisemita, pero en la Marcha por Israel se cantó «que no cese el fuego» y en letreros enarbolados se leía «Dejen que Israel termine el trabajo», cuando en Gaza se cuenta.
El 7 de octubre de este 2023 Hamás no comenzó la guerra, aunque nadie con un poco de amor a la humanidad puede aprobar que en su acto de defensa al derecho de existir como nación murieran también civiles.
Esta guerra que se ha ido complicando con el paso de los años y con ellos ha crecido desmesuradamente la injusticia, fue impulsada por la clase política imperial que propició la partición del territorio palestino, para darle una zona proporcional a la creación del Estado de Israel —hogar para los judíos llegados desde todos los lugares del mundo—, y legalizó el despojo de tierras y el éxodo obligado de los palestinos que durante milenios allí vivieron, en lo que se conoce como la Nakba o Catástrofe.
Nació Israel, pero no hubo Estado Palestino, y poco a poco, en 75 años de ultraje, esas tierras se fueron reduciendo, al tiempo que ocurrieron otras guerras y crecieron ilegalmente y por la fuerza de asentamientos de colonos extremistas.
Cada día es más duro que el anterior al leer las informaciones, los clamores, las drásticas acciones de exterminio, conocer las cifras de los muertos, ver los pequeños envoltorios blancos de los niños a los que se les acabó el tiempo en el reloj de arena de sus vidas, los dejados en la orfandad, los que dejaron de respirar entre los escombros, los mutilados, las madres desesperadas, los padres inermes, desarmados, indefensos, los cientos de miles que caminan en una segunda versión de la Nakba y no dejan de ser bombardeados y mirar de frente a la muerte…
«Dejen que Israel termine el trabajo», vociferan y un cantante israelí escribe en el cuerpo metálico de una de las bombas que va a ser lanzada: «Que Dios haga que caiga sobre la cabeza de la serpiente».
Mientras los cuerpos se apilan insepultos junto al hospital Al-Shifa y las primeras lluvias del invierno agregan más tribulaciones a quienes han perdido el hogar por los indiscriminados bombardeos del cruento asedio israelí a la Franja de Gaza, desde las oficinas bien resguardadas de las capitales imperiales se dispara con otras armas, en Washington y en Londres se les llama «terroristas» y acuerdan sanciones financieras, medidas punitivas contra Hamás, medidas de coerción que imponen a todo el que no se afilie a sus políticas o consideran que deben ser frutas maduras en sus cestas gananciales. Siento también vergüenza por la impiedad ajena, mucho más que eso, siento la rabia de la impotencia.
Repito, no creo en la imparcialidad cuando de integridad humana se trata. Quiero paz. Los que no podemos ver en calma un crimen, porque sería cometerlo, como dijo el Maestro —quien también ponderó «la guerra necesaria» cuando de buscar libertad, independencia y Patria se trataba—, necesitamos paz…
Palestina tiene esos derechos y no es cabeza de serpiente alguna, es paloma para volar alto.