Como tantas veces sucede, las redes sociales volvieron a remover el panal de la opinión pública hace unos días, cuando los disfraces extravagantes, imitaciones y noches de máscaras excesivas, acrecentaron la polémica sobre cierta imagen intolerable.
Ya el pasado año ocurrió algo similar con aquellos jóvenes vestidos de blanco en medio de un parque holguinero como imitación del grupo supremacista estadounidense Ku Klux Klan, amparados en la supuesta «licencia» para fantasear que otorgan los fines de octubre y las tradiciones norteñas por la fiesta «de todos los santos» o Halloween.
Ahora, otro disfraz de un antiguo militar nazi dentro de una institución pública no solo resonó, si no que, para colmo, se alzó como el «mejor vestuario» de la noche. De ambos sucesos se ha escrito y dicho muchísimo, lo cual no es para menos, por su trasfondo ético.
Más allá del tema de la desideologización de patrones autóctonos, siempre será prioridad preguntarnos en estos casos dónde estamos, qué ha pasado hoy y qué hacemos para evitar estas expresiones. En apariencia están matizadas por una fina cortina de entretenimiento, pero a la larga son ofensivas a la humanidad en su conjunto y no guardan relación íntima con nuestra identidad.
El punto del debate reciente vuelve a ser la naturalización de estos patrones anglosajones, peligrosamente arraigados en lo cotidiano, y que, cual esponjas absorviendo en turbios humedales, la juventud asume, en mayor medida sin reflexionar sobre sus influencias, algunas deleznables.
Hemos escuchado decir que en materia de valores, el espacio que usted no ocupe con quienes tiene a su cargo lo usurpará otro. Y claro, la guerra cultural emana y se potencia precisamente cuando el adversario intenta rellenar esos grandes cráteres que van quedando abiertos, ya sea producto de la crisis multifactorial, el desinterés o nuestros propios errores al aprehender el contexto de las nuevas generaciones.
Ciertamente, el país ha cambiado de forma acelerada, tal vez más de lo que hubiésemos deseado en algunos renglones. A estas alturas, el fenómeno de las «importaciones» culturales, por decirlo de alguna manera, sacude lo mismo al sector estatal que al privado, como los asuntos económicos y sociales.
Tampoco va de ir ahora contra una versión criolla de Halloween: no se trata de eso, ni de atrincherarnos en «campañas» banales y discursos flemáticos. La interrogante inicial radica en cómo proponer salidas al asunto. Porque Halloween quizá sea solo el pretexto para examinarnos a fondo o, digámoslo así, para llamarnos a contar en tiempos de bombardeos hegemónicos en ráfagas.
El daño está latente y los vacíos incluyen una profunda crisis económica y existencial, es cierto. Pero lo primero a salvar en los momentos más difíciles, y nos lo dijo Fidel, es la cultura, en el sentido más amplio y pleno de la palabra. Cualquier análisis estéril sobre el tema apenas bastaría, cual haraquiri, para autoflajelarnos con un arma de doble filo.
Ser contrahegemónicos en una Isla que se reconfigura y busca alternativas diarias lleva una alta dosis de agudeza, porque pisamos terrenos muy frágiles. La identidad nacional con nuestros valores, por ejemplo, no se puede imponer en un aula ni mediante discursos. Esos tiempos quedaron atrás, si es que alguna vez bastaron esos espacios.
La identidad hay que inculcarla a un niño o a un joven de la mejor manera posible, de forma didáctica, pero sin didactismos, y sin dejarnos ganar los espacios primarios de la familia y el barrio.
A pesar de todas las vicisitudes, cambios sociales y problemas, aún tenemos ventajas sobre el resto, pues contamos con los medios fundamentales para lograrlo. Solo depende de nosotros tomar las riendas de la batalla cultural, sabiendo que en casos así, la reacción debe ser inmediata.
Halloween perfectamente puede convivir con nuestras tradiciones, siempre y cuando no rebase lo intolerable ni demerite nuestros propios motivos de jolgorio, pues, como dicen por ahí, «lo mío primero».