Una amistad, en el cargo de comunicadora institucional a nivel de provincia, se quejaba hace tiempo del número de informes que debía hacer cada mes. Lo peor, dijo, es que los documentos parecían que eran de su trabajo, aunque en la vida real poco o nada tenían que ver con sus funciones.
«Me piden la cantidad de tuits que hago —contó—, los post que subo, la cantidad de veces que comparto los contenidos de los jefes o los míos, los mensajes que pongo en dos canales de Telegram y los grupos en WhatsApp… Pero la buena me la pusieron hace unos días».
La buena (o la tapa al pomo) era que, por una directiva firmada por su ministro, ella (sola, solita ella) debía monitorear los estados de opinión por internet (lo bueno, lo humano y lo divino): cuantificarlos, analizarlos, ordenarlos y enviarlos en un informe con puntos bien desglosados de antemano.
¿Era ese su trabajo? ¿Y atención a la población? Todo eso, más lo que ya tenía en el tintero: preparar cuanto ceremonial existiese, con guion, bandera y audio.
Lo que parecía un asunto aislado se salpicó poco después con otro comunicador, aún más sufriente: «En esta semana ya voy por nueve informes. Pero la que viene —contó— habrá que hacer otros; y al terminar el mes debo hacer uno con tablas, gráficos, fotos y comparaciones con respecto al mes pasado, con lo que va de año y en relación con lo que se hizo el año anterior».
«¿Y en qué tiempo tú haces comunicación de verdad?», le preguntaron. Es decir, escribir informaciones y entrevistas, preparar pódcast y videos, coordinar la gestión y realización de contenidos por expertos, interactuar con la población, pensar, imaginar y así mucho más. La respuesta fue directa y apagada: «No, no lo hago». Puso cara de desconsuelos y preguntó: «¿En qué tiempo?».
Tantos caracoles sonando y en la misma dirección significan una fuerte señal de que a ese mundo que quiere nacer en Cuba, el de la comunicación institucional en el sentido más amplio del término, le están poniendo las mataduras y los amarres de la burocracia y los excesos de control.
Como se diría en las observaciones de un guion de dibujos animados: al gato le están escondiendo el cascabel en algún rincón de la casa.
No es que se desee —a juzgar por los documentos, la propia ley aprobada recientemente y las intenciones enunciadas—, pero el desconocimiento, las improvisaciones y los modos de hacer asentados durante años pesan, y hasta pueden terminar guiando las acciones por encima de los deseos, aun cuando estos sean los mejores.
Una muestra del problema, entre otras tantas, se puede percibir en una revisión de los contenidos de las instituciones en esa gran galaxia digital, en ocasiones bastante chancletera, que es internet y sus redes sociales. Tal pareciera que son filiales de un centro de investigación histórica por la cantidad de recordatorios de efemérides o espacios de actos de homenaje.
Por otro lado, en muchas ocasiones se nota la ausencia de mensajes bien coordinados, que pudieran servir para conocer qué hacen esos organismos y sus empresas en materia de servicios, orientación social o innovación en sus áreas.
Esa suplantación de mensajes brinda la sospecha de que la filosofía de los murales se traspasó hacia las redes sociales, con el riesgo de ir cuesta abajo por las laderas de las simplificaciones.
Un punto en ese temor son los propios contenidos: demasiado impersonales, más grises que una mañana invernal, muy en tercera persona y tan anunciativos de que se reúnen o se encuentran en determinado lugar que pierden la oportunidad de señalar, brindar datos, opinar, marcar lo negativo y resaltar lo positivo. En otras palabras: conmover. Pero no a la manera de una novelita rosa, en la que todo es amor y besitos, sino al estilo elegante que surge del conocimiento del idioma y la cultura.
Y si quiere comprobar, busque con calma en los ratos de ocio. Porque al lado de las poquedades y los libretazos, de seguro se encontrará, sin muchas estridencias, como debe ser, lo que se puede lograr cuando se pone, sí, alma y corazón; pero, también, algo muy necesario: la cabeza.