Parece que el Homo Erectus Cubanus es una especie dentro de la cadena evolutiva con la peculiaridad de tropezar varias veces con las mismas piedras. No con una, recuérdelo bien. Con varias.
Si se hiciera un listado personal, donde se recogieran los llamados, críticas y exhortaciones a cambiar la manera de llevar los servicios a la población, entonces se tendría un buen prontuario.
A cada rato, para abundar en el tema, por algún medio de prensa aparecen las declaraciones de un directivo con pronunciamientos a eliminar, por ejemplo, los excesos en los trámites que ponen en nota hipertensiva al sistema cardiovascular de cualquier persona.
«¡Qué bien!», exclamamos tamborileando la punta de los dedos, como Vlad, el abuelo vampiro de la película Hotel Transilvania. «¡Qué bueno! ¡Van a mejorar las cosas!».
Calderón de la Barca lo decía: los sueños, sueños son. Para algo deben de servir, ¿no? En una ocasión, cuando modificaron la Ley General de la Vivienda, también se anunció que los trámites de ese giro se simplificaban.
Muchos, somos testigos, suspiraron con alivio. Vlad se frotó las manos con fruición. Para luego descubrir que no. Que a las planillas le quitaron dos o tres acápites y no se sabe cuántos anexos, pero el picheo seguía enredado por otra zona de strike.
Que las carreras ya no podían ser de velocidad (como pensaste al principio), sino que debías, oye bien, pasar despacio a la larga maratón (porque se te podía fundir el motor o la zapatilla de algún cloche en la cabeza) cuando descubrías que había que ver a menganito y después a zutanejo para terminar con palmarito.
Que debías respirar más hondo que un submarinista antes de sonarte una cola donde no te explicas por qué debías estar tanto tiempo de tu única vida por este vecindario esperando un turno para recoger un solo papelito.
Y que, al final, sí: después de tantas vueltas, de tantos petitorios y tantas carreras, uno se alarmaba ante esas miradas torvas cuando preguntabas (casi sin aliento, despeinado, hipoglucémico) si por alguna casualidad no había que llevar una prueba de ADN.
Para ponerle cuño, en medio de esa vorágine que no era la de Eustaquio Rivera, aparecían las mismas piedras. Las que tú pensabas que se habían desenganchado del tren en algún momento.
Una de ellas surgió o se coló en el zapato de las familias afectadas con el tornado en La Habana. Cuando fueron a llenar los documentos para los materiales de la construcción se descubrió lo que se sabía: el exceso de control en los trámites y la documentación.
Por suerte ante una convocatoria del Gobierno llegaron profesores y estudiantes universitarios y ayudaron a poner las cosas en orden.
A partir de ahí, uno pensó que al menos ese guiso tomaría un mejor sabor. Hasta que llegó el huracán Ian y por el televisor nos enteramos que una dificultad en la ayuda a los damnificados en Pinar del Río estaba, mira tú, en el exceso de control con los trámites y la documentación.
Quisiéramos equivocarnos; pero parece que la iniciativa del tornado se quedó en la capital. Vaya que, como decían en el fórum de ciencia y técnica, el resultado no se generalizó. Es decir, no le sacaron pasaje para el interior; ni siquiera por la lista de espera. Al menos para Pinar.
Al final de tantas vueltas, de las que se han dado y las que quedan por venir, se debería sacar la enseñanza de que no bastan las denuncias y exhortaciones a eliminar los problemas si estas no se acompañan de una real acción de cambio.
Las palabras por sí solas no transforman mentalidades y mucho menos estructuras y criterios, que de tanto tiempo cuentan con el decidido apoyo de la inercia y la comodidad de no innovar porque sencillamente (así te lo dicen) no llegó la orientación.
Con esto, claro está, no se descubre ningún tipo de agua tibia. Pero a veces es necesario volver a ella para ver (o soñar) si al menos una vez, una sola, no volvemos a tropezar con la misma piedra, que duele bastante y no precisamente en el zapato.