Desde hace 32 años, Dulce deja caer prácticamente su vida sobre la cama cuna donde descansa Víctor, su único hijo. Y digo hijo porque salió de sus entrañas el 17 de agosto de 1990, pero ella prefiere llamarlo «mi tesoro».
Contra todos los pronósticos médicos, durante todo ese tiempo ambos han construido un pacto de complicidad entrelazado por señas y sonidos guturales —por parte del vástago— y demasiado amor y paciencia que ebullen constantemente desde la voz y manos femeninas envejecidas para protagonizar un duelo constante por disipar las huellas del Síndrome de West, la enfermedad que un día le heló el alma y luego la obligó a crecerse.
Lo primero fue conocer hasta el último detalle del padecimiento. Adaptó su cuarto con marugas, peluches y el televisor, que no se apaga con canciones infantiles. Dijo adiós a los estados financieros que la desvelaban cada final de mes desde el buró empresarial. Adoptó sus horas para acompañar cada minuto a Víctor.
Un mundo pequeño, conocido solo por ellos dos. El padre cerró un día la puerta de la casa para no volver más. Los abuelos tampoco están y Dulce teme que un día ella también diga adiós a su tesoro.
Ella no se explica ya una vida diferente a la experimentada durante sus últimos 32 años entre las paredes de un hogar, donde, a pesar de estrecheces económicas, sustos por afecciones respiratorias y casi nulo diálogo con el resto de su contexto, la felicidad se acomodó con holgura desde octubre de 1990.
Dulce y Víctor, como el resto de las familias menos visibles y que coexisten en nuestra Cuba, no están solos. Nunca lo han estado, pero ahora se protegen de una forma mucho más novedosa e inclusiva, gracias a la disposición normativa especial con rango de ley que el venidero 25 de septiembre será llevada a referendo.
Justamente, una de las novedades del Código de las Familias es el presentarnos una nueva manera de entender la discapacidad, con los pies en la tierra, a fin de garantizar el pleno ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos. Por primera vez, en consonancia con la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad y con más de un artículo de la Constitución de la República, en Cuba se asume el término personas en situación de discapacidad y se destierran los «incapacitados» o «incapaces», vigentes en el Código con fecha de 1975.
No solo así se visibilizan múltiples realidades desde un lenguaje inclusivo y no discriminatorio, sino que en el Código se insiste en la igualdad de condiciones y se protege el derecho y autodeterminación de esos seres humanos.
Igualmente, en la nueva normativa se garantizan sus derechos sexuales y reproductivos. Se insiste en que los organismos y organizaciones de la nación promuevan más políticas dirigidas a fomentar actitudes favorables en los ámbitos familiares y laborales.
También resulta trascendental la introducción de dos instituciones: guarda de hecho y acogimiento familiar. Las dos apuestan por garantizar una mayor protección a las personas en situación de discapacidad, tanto en su medio social-familiar habitual o al incorporarlos a otro, donde coexista el respeto, aunque se debe evitar el internamiento cuando no sea adecuado o deseado.
La protección también abraza a la persona cuidadora familiar, ya que por lo general crean estrechos lazos de dependencias y dejan postergadas acciones para satisfacer sus necesidades materiales y emocionales.
Son esos algunos rasgos que nos confirman que dialogamos con una norma legal sin expresiones de discapacidad. Corrobora que Cuba sigue empujando la construcción de una sociedad mucho más equitativa y justa para que se les reconozcan, desde todas las aristas, a personas como Dulce y Víctor, sus derechos en el complejo camino de la felicidad.