Siempre he pensado que antes del diluvio en la palangana terráquea, antes de que algún loco nuclear la líe para siempre o de que una espinilla solar nos fría sin remedio, una de las frases que salvaría en mi barca mortuoria sería aquella que el ocurrentísimo Juan Padrón puso en boca de uno de sus grandes personajes:
—¡Qué país…!
Dicha así, con zeta o sin ella, la expresión de Agapito Resoplez es en su voz un banquete de sugerencias: incomprensión, incertidumbre, desesperación, delirio, impotencia… casi la rendición que de alguna manera corresponde al papel que en el dibujo animado tocara al general ibérico, y casi el retrato del desenlace que tocó al Ejército de Su Majestad en la muy verídica Historia de Cuba.
Pero hasta ahí… nótese que el gran patriota que fue Padrón tuvo el cuidado de estudiar qué declaraba cada quien en sus «muñequitos», de manera que, por ejemplo, Elpidio Valdés jamás dijo nada parecido a la frase de su hispano antagonista. El coronel mambí podía acurrucarse plácidamente en su hamaca mientras un puñado de soldados, ayudados por los mosquitos, se encargaban de asegurarles a sus oponentes una deliciosa noche de pesadillas, con «muerde y huye» (modo manigüero de decir hostigamiento) incluido.
La vida puede ser más rica, y más pobre, que las ficciones del cine. Aún tenemos por ahí varios Agapitos (criollos) resoplando: «¡Este país no tiene remedio…!», «¡No hay quien arregle este país…!», «¡Yo no sé qué piensa este país para…!». «¡Lo que hay es que irse de este país…!», y así, casi hasta el infinito.
Cuando escucho tales expresiones me suceden dos cosas. Primero, me imagino que el «este país» a que aluden es un señor muy gordo que, sentado a un buró, decide qué papel no va a firmar en el día; segundo, me pregunto qué nivel de desafiliación con su tierra tiene quien no se siente el más esencial componente del país. Es como si, a la hora de la crítica, lo efectivamente malo de la Isla no nos incluyera.
Desde otras tribunas se ve el asunto con diferente cariz: «El país compró…». «El país se esfuerza…». «El país está asediado…». «El país tiene que gastar…». «El país les va a entregar…». «Ustedes no saben lo que esto cuesta al país…» y otras similares.
Frente a estas frases me pasan otras dos cosas: primero, supongo que el «este país» referido es un señor muy flaco y sudoroso que no tiene ni silla en qué sentarse y que ni recibe una pizca de colaboración de los muchos hijos que alimenta. Como si, a la hora de la alabanza y la acreditación del mérito, lo realmente heroico de la Isla no fuera obra de la multitud.
Ambas visiones (un tanto ciegas, por cierto) se contraponen solo en apariencia. Las dos pretenden exaltar las resultantes de la nación soslayando al principal responsable de ellas: ella y él, tú mismo, aquellos, vosotros y nosotros: el pueblo entero… de este país.
Una persona se empaña y una tribuna se agrieta cuando adjudican a la entidad abstracta del país los fallos y aciertos de ciudadanos concretos que heredaron sus luchas de multicolores ancestros, adversarios de infinidad de Resoplez que el «Descubrimiento» nos obligó a descubrir.
Son los ciudadanos de carne y hueso, casados con su patria en salud y enfermedad, en prosperidad y adversidad, en sufrimiento y en goce. Lo primero que merecen es pleno reconocimiento.
Aunque justísimas prácticas pudieran confundir a algunos, hay que entenderlo: el principal escenario para defender a Cuba no es la ONU, sino Cuba misma. Allá exaltamos cada cierto tiempo la razón que aquí construimos día por día, sin receso ni rendición frente al muro. El bloqueo hay que eliminarlo porque lo sufre y enfrenta un pueblo entero que no lo merece.
La batalla por la real imagen de los cubanos y su relación con nuestra tierra es larga. Ya José Martí tuvo que ubicar, con pluma inigualada, lo que somos realmente. Cuando en chispeantes días de 1889 el periódico The Manufacturer, de Filadelfia, publicó que éramos un «pueblo afeminado» de «vagabundos míseros y pigmeos morales» y de «inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio», y el neoyorquino The Evening Post lo respaldó, el Apóstol recordó a ambos, en su Vindicación de Cuba, que los cubanos «…hemos peleado como hombres, y algunas veces como gigantes para ser libres».
Martí no vindicó en abstracto: exigió respeto para esos «…jóvenes de ciudad y mestizos de poco cuerpo…» que supieron «…obedecer como soldados, dormir en el fango, comer raíces, pelear diez años sin paga, vencer al enemigo con una rama de árbol…».
Martí hablaba de nuestros tatarabuelos, tan hijos como nosotros… de esta tierra. Alabado sea en nuestra voz: ¡Qué país…! (Tomado de Cubaperiodistas)