En octubre de 1968, durante una entrevista con el escritor y periodista Ambrosio Fornet, a Raúl Roa García le preguntaron quién era el héroe olvidado de su generación, el mayor talento frustrado, el más imaginativo, el más completo hombre de acción, el mayor farsante y el tipo más simpático.
Después de una larga y frondosa respuesta (el poeta José Lezama Lima clasificó como el genio literario y el político Aureliano Sánchez Arango se ubicó en la escala del mayor farsante), Roa confesó: «¿Y el tipo más simpático? No queda otra alternativa que reconocerlo: el tipo más simpático soy yo».
Así era él: imaginativo, burlón, ríspido, apasionado y cortante. Una mezcla de cultura inmensa con el criollismo más puro: el de bien abajo. El de jugar quimbumbia y pelota en los placeres del barrio de La Víbora en La Habana y en el patio de las Naciones Unidas, como hizo él, desde su cargo de Ministro de Relaciones Exteriores, con el entonces presidente cubano Osvaldo Dorticós.
Uno de los rasgos más fuertes de su personalidad consistía en no tener reparos a la hora de combinar el vocablo más rebuscado con una mala palabra, y hacerlo de modo que todo sonara sin vulgaridad. Cuentan que un veterano intérprete de la ONU, ya retirado, pedía volver al servicio para traducir solamente las intervenciones de Roa.
Dicen que cuando le preguntaban por las razones, el hombre decía que el Canciller cubano (el Canciller de la Dignidad, como bien se le llamó) era un verdadero desafío lingüístico: «Es que inventa las palabras o las saca de donde todo el mundo las tenía olvidadas», contó.
Al cumplirse hoy un aniversario de su muerte, se puede decir que Roa es un hombre cuyo legado corre el peligro de ser devorado por sus anécdotas, que son innumerables y muy intensas. Es lógico que así sea, porque una personalidad tan fuerte como la de él siempre andaba por el mundo generando sucesos por doquier.
Viene después la otra labor, la más difícil: la de encontrar las ideas y esencias que sustentan a esa persona. Porque él no era solo una gente simpática.
En un momento tan complicado como el que vive el país, donde las cuestiones más decisivas para la sobrevivencia y desarrollo del socialismo son las del ámbito cultural e ideológico (porque ahí nos va en juego lo que somos, incluyendo la economía), Roa se convierte en una figura a tener muy en cuenta.
La causa está en muchas razones. En su valentía, su firmeza e inteligencia. Todo eso está muy bien. Pero uno de los primeros motivos también se encuentra en su cultura y conocimiento. Él pertenecía a esa generación de revolucionarios en la que la acción debía acompañarse de pensamiento, y no de cualquier tipo. No de ideas dogmáticas, ni anquilosadas, ni emperretamientos de autosuficientes. Mucho menos de vestidos ideológicos con ropajes de nuevo que solo buscan tapar los cinismos burgueses. Mucho menos el violentar principios desde los ideales revolucionarios.
Los burócratas de hoy se deberían sentir muy incómodos con Roa. A lo mejor lo tacharían de tener problemas ideológicos y él quizá respondería de la misma forma con que paró a algunos de los enemigos de la Revolución: con un glosario de «bellas» palabras, como las soltadas en los salones más solemnes de la diplomacia, y que, ante las exigencias de que se retractara, él diría que no, porque todas estaban en el Quijote.
Tampoco los actuales «neosocialistas» con sus lavatines ideológicos estarían a salvo. Ya en su momento, en la década del 30 del pasado siglo, Roa debió enfrentar los intentos de podar la radicalidad de las ideas más progresistas de Cuba y sus líderes, algo que intentaron hacer después de muerto con Rubén Martínez Villena. A todos los sacudió el Canciller con un verbo encendido y bien fino como la hoja de un estilete.
De él se pudiera decir mucho más. Sin embargo, lo más importante es descubrirlo en sus escritos y discursos, y en la memoria de quienes trabajaron con él y todavía están vivos.
A Roa hace falta pensarlo; aunque no desde los altares, sino a ras de calle y pueblo, donde habitó un hombre como él que se sentía joven «en tanto se mantengan flexibles las arterias, ágil la mente, tensa la voluntad, impetuoso el miocardio y retozón el músculo primo». Ahí, en la Cuba más pura y digna, está Roa.