Son letras añejas sobre lo que se dice y en realidad se hace en una imagen contundente en sí misma, transmisora de un derroche de electricidad que crispa hasta al rey de los calmosos.
Esta historia, valga decirlo, tampoco tiene nada de inédita. Desde estas páginas publicamos en septiembre de 2017 el comentario Despilfarro a pleno sol, para alertar sobre esa realidad.
Hay que decir que hubo una respuesta positiva (lo último hubiera sido ignorarla), y se contuvo esa práctica, pero se ha vuelto a lo mismito para confirmar la proverbial persistencia de la ineficacia hasta para apagar y encender luces.
Sobre la situación energética que atravesamos se sabe hasta el dedillo en el mismísimo planeta Marte. Se han tenido que paralizar importantes sectores de la economía debido a que el combustible disponible se destina principalmente a la generación eléctrica, y sobre todo para satisfacer las necesidades de la población.
Vale recordar que el mismo Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez valoró que el ahorro es un aspecto importante y llamó a la solidaridad y la participación de todos en ese empeño.
Ejemplificó que en el país hay casi cuatro millones de viviendas, y si solo tres millones apagaran un bombillo de 20 watts innecesariamente encendido, eso representaría inmediatamente una potencia de 60 megawatts para el resto.
Ante este llamado, ¿cómo es posible que entidades estatales incurran en ese desliz? ¿Cuál es el mensaje que están enviando a la vista pública? ¿Que se puede derrochar, que realmente resulta innecesario ahorrar?
No hace falta averiguar cuánto representa el despilfarro que ocasionan numerosísimos bombillos y lámparas encendidas en medio de un sol radiante en tiendas que pueden prestar servicios con adecuada claridad natural. Admitamos, incluso, que el gasto resulta ínfimo, que nada representa, pero lo que sí deviene demoledor es el mensaje que difunde: ni más ni menos, una burla contra el programa de ahorro de electricidad. ¡Y eso se debe cortar de cuajo, a rajatabla!
La dilapidación a la vista pública ocurre en las zonas comerciales céntricas y en otras áreas, y por indagaciones al respecto el fenómeno está bastante generalizado en la red de venta minorista del país.
El hecho ocurre porque al cerrar las tiendas, en horas de la tarde, dejan encendidas luces de adentro y de afuera del establecimiento, y hasta lumínicos, a pesar de que en el verano oscurece cerca de las ocho de la noche o un poquito más allá, y los domingos, con terminación de los servicios en la mañana, quedan encendidas a partir de esa hora. Y ténganse en cuenta que todos los días abren, por lo general, después de la ocho de la mañana.
Tampoco estamos exhortando —siempre aparece algún mordaz— a dejar a oscuras los comercios. Simplemente se trata de ajustar el encendido, porque, ¡ni ahora ni antes!, cuenta con la más mínima justificación tener a pleno sol las luces prendidas.
El bregar tan serio y sostenido que acomete el sector estatal con las reglas de urgencia que regulan el consumo eléctrico, que se cumple mayoritariamente, jamás se puede dejar empañar por esa carrocería lumínica a destiempo, más allá de lo mucho o poco que gaste inútilmente.
Para resolver el problema solo hace falta que las administraciones de esos centros ordenen aplicar la iluminación antes de la llegada inminente del crepúsculo y nada más. Y que no se les olvide apagarla al amanecer.
¿Será muy difícil aplicar esa lógica de extender la mano y aplicar el interruptor, o es que olvidan hacerlo? No lo creo... sería lo último de lo último.