Arte y ciencia comparten un denominador común. Ambos constituyen vías específicas de construcción de conocimientos. A veces, la palabra del poeta alcanza dimensión profética. No sabía el francés Paul Valéry que el Mediterráneo, bañado por el infinito renacer del mar, víctima ahora de la violencia del poder hegemónico, se convertiría alguna vez en auténtico «cementerio marino».
Desde los remotísimos tiempos de las cavernas, cuando todavía no habían comenzado los procesos de división del trabajo, el ser humano dejó las huellas de las interrogantes que lo atenaceaban en las admirables imágenes de su pintura rupestre. Quizá los misteriosos círculos concéntricos preservados en las cuevas de Punta del Este, obra de los primitivos habitantes de Cuba, fueran un modo de conjurar peligros de origen desconocido.
Inscrita en el devenir de la vida y la historia, la identidad se enriquece en un proceso de permanente construcción. A través de la creación artístico-literaria cristaliza en imágenes concretas. En fecha tan temprana como el siglo XVII, a poco de la conquista, un poema con título misterioso, Espejo de paciencia, revelaba los rasgos de la naturaleza de la Isla. Narraba el enfrentamiento con contrabandistas y destacaba el desempeño heroico en el combate del negro Salvador Golomón.
Con el amanecer del romanticismo, ya en el siglo XIX, la palma se erigió en imagen simbólica de la nación. Los poetas volvieron la mirada hacia el paisaje. La narrativa apuntó hacia los horrores de la esclavitud. Obra cumbre de la novela latinoamericana en ese siglo, Cecilia Valdés reveló aristas inexploradas de la sociedad de la época. Entregó al porvenir el perfil trágico de un personaje que perduraría en la memoria colectiva a través de la zarzuela y subiría a la escena, en fecha reciente, con Parece blanca, de Abelardo Estorino. También la música adquiría acento propio en las obras de Saumell y Cervantes.
Mediaba el siglo XIX cuando nació en La Habana la figura egregia que colocó el destino de Cuba en el centro palpitante de nuestra América. En José Martí se juntaron el pensador preclaro, el organizador práctico y minucioso de la Guerra Necesaria y el poeta renovador, reconocido como padre por Rubén Darío, animador del modernismo literario. El aliento poético de sus discursos fue factor decisivo en su capacidad de convocar, cautivar, persuadir y unir voluntades. Por su profundidad, sus ideas trascendieron las circunstancias epocales.
Insuficientemente leído, su Diario, escrito en vísperas de la muerte a lo largo del recorrido de Playita a Dos Ríos, refleja el testimonio estremecido del rencuentro con su tierra de origen, afirmación identitaria del redescubrimiento de un paisaje natural y humano. Con los pobres de la tierra había querido echar su suerte. Ellos le ofrecieron refugio y acogida generosa. Cargado el cuerpo endeble con el peso de armas, libros y medicamentos, tras agotadoras jornadas de marcha, cuando otros procuraban reposo, el desvelo lo inducía al diálogo íntimo con la página en blanco, registro de lúcida plenitud al tocar con las manos el germen del país soñado. Martí no debió de morir, dijeron los cubanos cuando los peligros que había previsto se abatieron sobre la Isla. Vencido el decadente imperio español, el naciente poder hegemónico impuso el dominio neocolonial. El desencanto marcó los inicios de la República. La creación artístico-literaria subsistió en una continuidad del ayer hasta la aparición de la generación que se propuso, a la vez, actuar por sus medios en la vida pública, indagar las esencias de la cultura nacional y renovar los códigos expresivos. Definió su programa de acción y se agrupó en torno al Grupo Minorista. Venciendo prejuicios derivados del trágico legado de la esclavitud, emprendió el rescate de los valores que revelaban en el componente de origen africano un factor decisivo en la configuración de las esencias de la nación.
A ese redescubrimiento de lo que somos contribuyeron los estudios de Fernando Ortiz, la creación musical de Roldán y Caturla, los trabajos de Carpentier en el campo de la música y en sus primeros proyectos narrativos, la aparición de la poesía negrista que alcanzó su más alta cristalización en Nicolás Guillén. Enfrentaron la corrupción del Gobierno de Alfredo Zayas y se opusieron a la dictadura de Machado. Fortalecieron el diálogo con la América Latina.
La obra realizada en condiciones muy adversas dejó la impronta de un reconocimiento de la visión de la identidad nacional mucho más compleja e inclusiva. Rezagadas hasta entonces, las artes plásticas ofrecieron una contribución de primera importancia mediante la apropiación creativa de los códigos de la contemporaneidad.
La intervención del imperio en la frustración de la Revolución del 30 produjo desaliento y decepción. Al margen de la vida pública, los artistas no renunciaron a proseguir con su trabajo la difícil aventura del conocimiento de una realidad histórica, humana e intangible. Por los caminos de la poesía, a través de publicaciones de escasa circulación, desde Verbum hasta Orígenes, indagaron acerca del escurridizo misterio de la Isla, mientras la voz divergente de Virgilio Piñera mostraba la imagen desgarradora del contexto. En busca de un interlocutor disperso, el teatro se unía tardíamente al movimiento renovador de la vanguardia.
La generación del 50 llegó a la mayoría de edad con el triunfo de la Revolución para integrarse al empeño común por edificar una nación independiente y soberana. Por primera vez, promociones sucesivas convergían en la voluntad común de un hacer aparejado a la gigantesca transformación educacional. Progresivamente, el reconocimiento de la identidad se fue haciendo más inclusivo. Ganó en profundidad con la valoración del significado del coloniaje en tanto factor decisivo del subdesarrollo en lo económico y en lo cultural. La mirada hacia lo nuestro se enriquecía en el diálogo con nuestros pariguales. El cine se incorporaba a la tarea emprendida por otras manifestaciones artísticas.
Por su amplitud, el tema merece un estudio abarcador y específico.
Cristalización palpable y siempre renovada de la identidad nacional, la creación artística debe convertirse en bien compartido por el conjunto del pueblo. Para lograr ese propósito cohesionador, ha de transmitirse a través de la educación y de los medios de comunicación masiva.