Estamos despidiendo octubre, mes cargado de efemérides: luctuosas algunas, y otras, anuncios de amanecer. Evocamos en estos días el aniversario del alzamiento de La Demajagua y también el de la caída del Che. Revisarlas en su conjunto, inscribirlas en un proceso histórico de larga duración, conduce a una provechosa meditación acerca del ahora mismo y a una definición necesaria del mañana que tenemos que defender.
Era un día de octubre de finales del siglo XV cuando Cristóbal Colón tropezó, al cabo de larga travesía, con las islas que constituyeron la antesala de un mundo calificado de «nuevo» por los europeos, aunque portador de añejas culturas.
La fiebre del oro desencadenó, a partir de entonces, una sangrienta guerra de conquista. Los metales preciosos procedentes de América sufragaron la acumulación originaria de bienes para el capitalismo naciente. Pasaban de una España semifeudal endeudada a las manos de las potencias emergentes de la época.
La colonización se expandió con el uso de armas de fuego, desconocidas en este lado del Atlántico, y mediante el empleo de otras formas de violencia, entre ellas la nada descartable que se aplicó en el campo cultural.
La capital del virreinato de la Nueva España se instaló sobre la entonces deslumbrante Tenochtitlán de los aztecas, superior en extensión a las ciudades europeas de la época. El poder hegemónico estaba instaurando un modelo civilizatorio diferente, ratificado después de la independencia política de los países de nuestra América con la implementación de fórmulas neocoloniales.
En los inicios de la invasión territorial hubo manifestaciones aisladas de traición, como el llamado malinchismo que facilitó el avance de Hernán Cortés en México. Sin embargo, por distintas vías, la resistencia popular se mantuvo durante siglos. Se preservaron lenguas originarias, tradiciones, creencias y concepciones del mundo asociadas al buen vivir y al respeto por la Madre Tierra.
Cuando las demandas de fuerza de trabajo reclamaron la introducción en gran escala de esclavos africanos, el ininterrumpido cimarronaje hizo del palenque un espacio de resistencia. En esa historia soterrada se arraigaron y cobraron forma los proyectos emancipatorios.
Esa lava ardiente de resistencia en favor de un sueño libertario alentó a las masas que combatieron en nuestras primeras luchas por la independencia, vencieron ejércitos bien armados y desafiaron los picachos de los Andes. Sin embargo, la nueva institucionalidad política no socavó las bases del modelo civilizatorio que les había sido impuesto. Con la aparición del imperialismo se diseñaron métodos más elaborados de sujeción neocolonial.
En Cuba, la Enmienda Platt y su escandalosa supervivencia en la base naval de Guantánamo dispusieron del respaldo de leoninos tratados de «reciprocidad» que aherrojaron la economía nacional a la condición plantacionista monoproductora y monoimportadora de bienes de consumo procedentes de un solo mercado favorecido por aranceles preferenciales. De ahí una profunda crisis estructural, imposible de solucionar en el contexto de un capitalismo dependiente.
En la actualidad, el dominio del mundo subdesarrollado se ejerce con la aplicación de fórmulas neoliberales, terapias de choque, acrecentamiento de las desigualdades y despojo acelerado de los paliativos destinados a ofrecer garantías mínimas de educación, salud y seguridad para sectores mayoritarios.
Sometidos a formas de dominio neocolonial, seguimos siendo proveedores de materias primas que están sujetas a los vaivenes caprichosos del mercado mundial. Preservamos en nuestras tierras riquezas apetecidas por los grandes consorcios, desde los minerales requeridos por las nuevas tecnologías hasta el petróleo y el agua, dentro de una región que se considera la más desigual del mundo.
Los resortes económicos se complementan con una plataforma ideológica formulada desde los centros de poder y difundida a través de los medios de comunicación tradicionales y del denso entramado de las redes sociales. Por eso, junto a la batalla en el plano de la producción de bienes, hay que librar la que se nos plantea en el plano de las ideas. Debemos reivindicar y actualizar nuestro rico legado en ese ámbito.
En días de octubre, la Casa de las Américas rindió homenaje a Caliban. El ensayo de Roberto Fernández Retamar cumplía medio siglo de andar por el mundo. El autor venía de muy lejos. Había frecuentado las universidades europeas. Muy joven todavía fue profesor invitado en la Universidad de Yale. Estudioso de José Martí, alentó siempre sentimientos antifascistas, fenómeno mostrenco que levanta cabeza por todas partes.
Con el triunfo de la Revolución Cubana, se unió definitivamente a la causa de su pueblo. La voz de Cuba se erguía en el rescate de la auténtica soberanía nacional y se involucraba en un amplio y diverso movimiento colonizador. Palpitaba en la palabra y la acción de Fidel, así como en el pensamiento y el gesto redentor del Che. Correspondía al intelectual valerse del conocimiento acumulado por la humanidad a través de la historia y asumir el rostro deforme de Caliban con el propósito de afrontar al astuto y poderoso Próspero, dueño de las tempestades, y lograr la plena emancipación del oprimido.
Medio siglo después de su publicación, traducido a numerosas lenguas, Caliban sigue andando. Hoy como ayer, con plena conciencia del momento histórico, entre los caminos que se bifurcan hay que reconocer la verdadera senda. Bajo la máscara de Próspero, el capitalismo depredador amenaza la supervivencia de la especie. En la orilla opuesta, a pesar de adversidades y flaquezas, prosigue la lucha anticolonial por la defensa de la soberanía, de la emancipación humana, incompatible con el injusto orden internacional.