Cristóbal Colón navegó con suerte en su primer viaje hacia tierras de América. Llegó a las Antillas en el mes de octubre, temporada característica del paso de turbulencias atmosféricas que nuestros primeros habitantes denominaron huracanes, término que el idioma español hubo de incorporar a su léxico.
No he tenido la vivencia personal de los terremotos. Tampoco he podido observar el derrame de lava en el despertar de los volcanes aparentemente adormecidos. Son estremecimientos brutales de la Madre Tierra, víctima de la depredación irresponsable impuesta por la especie humana que la habita. Pero la violencia incontenible de la naturaleza me inspira pánico. Así esperaba yo la llegada de aquel ciclón de 1944.
Acrecentaban el miedo las historias contadas por los mayores acerca del ya legendario huracán del 26.
A lo largo de la noche de espera no pude conciliar el sueño. La incertidumbre era mucha. Carentes de los recursos tecnológicos de que ahora disponemos, los informes brindados por los observatorios resultaban contradictorios. Existía evidente rivalidad entre el capitán de corbeta Millás, director del observatorio nacional en Casablanca y su homólogo del Colegio de Belén, el Padre Goberna. Con frecuencia, en uno y otro caso, diferían los pronósticos de trayectoria del fenómeno meteorológico, lo cual provocaba natural zozobra entre los pobladores de la ciudad.
Sin poder contar con respaldo gubernamental
—nada similar a la Defensa Civil había por aquel entonces— los cubanos habían aprendido a valerse de sus propios medios. Desde temprano, el martilleo se
escuchaba por todas partes. Validos de tablones improvisados, aseguraban puertas y ventanas con vistas a atrincherarse en sus viviendas. La falta de electricidad era previsible. Imponía el acopio de alimentos de fácil conservación. Algún surtido de galletas y pasta de guayaba era lo más aconsejable. Con el regreso a la calma, se generalizaba el recorrido por la ciudad para valorar la magnitud de los daños.
El ciclón de 1944 tuvo efectos devastadores. El mar invadió los parques de la Avenida del Puerto. Los chiquillos improvisaron balsas para disfrutar la oportunidad de tan singular navegación a través de espacios siempre destinados al patinaje y al juego de pelota.
El acontecimiento alcanzó repercusiones de mayor calado en el plano de la vida política. Después de su triunfo electoral en la «jornada gloriosa del 1ro. de junio», Ramón Grau San Martín acababa de tomar posesión de la presidencia de la República. Contaba a su favor con una inmensa popularidad, nacida de la ejecutoria antimperialista de su ministro de Gobernación, Antonio Guiteras, durante el Gobierno de los Cien Días que siguió al derrocamiento de la tiranía de Machado y de una campaña electoral sustentada en el combate contra la corrupción administrativa.
El ciclón del 44 señaló el inicio del derrumbe de tan ilusoria perspectiva de superación de los males de la República. Como solía ocurrir en ocasiones similares, las erogaciones presupuestarias destinadas a socorrer a los damnificados pasaron a los bolsillos de los políticos favorecidos por el régimen. Un ministro del Gobierno, Alberto Inocente Álvarez, protagonizó un escandaloso trueque de azúcar por arroz. Entonando una canción de moda, el pueblo advertía que, una vez más, las fauces del caimán se abrían, engolosinadas ante la posibilidad de fácil enriquecimiento a costas del erario público. Algún tiempo después, otro ministro se apoderaba de fondos asignados a la educación. Por temor a la justicia, con maletas repletas de dinero, marchó a la Florida.
En el contexto de la Guerra Fría, la acción gubernamental fracturaba la unidad del más poderoso movimiento sindical de América Latina. Los trabajadores quedarían desamparados ante la contracción económica que sobrevendría con la rebaja de la cuota azucarera cubana en el mercado de Estados Unidos. Mientras tanto, en las calles de La Habana proseguían los ajustes de cuentas entre grupos armados. Los contendientes disponían del armamento necesario, dado que ostentaban cargos de oficiales de la policía.
Sin embargo, a pesar de la desilusión sufrida, en la entraña del pueblo subsistía una significativa reserva de valores morales. Se alentaba la voluntad de rescatar la soberanía mutilada. Persistía el deseo de poner coto a la corrupción, que socavaba los pilares de la unidad nacional. Después del paso del ciclón, cada cual intentaba restañar las heridas. En otro plano, esas reservas latentes se constituyeron en fuente de lucha revolucionaria. Enarbolando las ideas de José Martí —un visionario con dominio del arte de la política— el pueblo proclamaba la utilidad de la virtud.