«¡Arriba las manos!», me amenazó con estentórea voz aquel sujeto, mientras me apuntaba directamente al pecho con su dedo índice extendido a guisa de revólver. Traía casi todo el rostro tapado con un nasobuco exageradamente holgado y una gorra del equipo de los Leñadores encajada hasta las cejas. «¿No le temes a los encapuchados?», me preguntó, muerto de la risa, cuando lo identifiqué. «No —le respondí, divertido—, pero, para serte franco, ese nasobuco tuyo puede meterle miedo al susto».
Su broma me recordó viejas películas, en las que los asaltantes de caminos se cubrían las caras durante los atracos para no ser reconocidos por sus víctimas. Les bastaba un pañuelo anudado detrás de la cabeza para que sus cataduras se mantuvieran a buen recaudo. Mi amigo, jocosamente, intentó imitarlos con su patética mascarilla, hecha mejor para el teatro bufo que para presentarle pelea a la COVID-19.
Pero, si al guasón de marras pude reconocerlo al momento, a pesar de su extraño tapaboca —¿o tapacara?—, con otras personas no corrí similar fortuna. En efecto, he sufrido trances embarazosos, rayanos con el ridículo. Como la vez en que saludé a una mujer a quien confundí con una parienta, solo porque sus ojos —lo único que dejaba ver su mascarilla— me parecieron familiares. No olvidaré nunca cómo me recriminó con la mirada. Luego de ofrecerle excusas por mi error, quise que me tragara la tierra.
Por culpa del nasobuco, sé de personas que han saludado con efusividad a (des) conocidos a quienes tomaron por amigos y que resultaron no serlo. «¡Julio, compadre, dichosos los ojos que te ven!», le espeté a uno que caminaba por un bulevar con su mascarilla puesta. Me miró de arriba a abajo y me contestó, tajante: «Asere, no soy esa persona». Y, sin condolerse de mi azoro y mi turbación, siguió camino.
Sucede también a la inversa. Personas que saludan con júbilo y uno es incapaz de reconocerlas a primera vista. «Levántate el nasobuco un momento», les pide, apenado. Y, una vez que distingue sus semblantes, las corresponde.
En materia de diseños, abundan los nasobucos de variopintos modelos. Algunos —consecuentes con su estirpe—, se limitan a proteger a ultranza la frágil vulnerabilidad de la nariz y la boca. Los esnobistas, en cambio, desdeñan el estereotipo y reproducen los matices de la vida, a imagen y semejanza de una pasarela de disfraces. Los nasobucos son el reflejo de un país responsable, pero que no abandona su alegría.
Quienes son devotos de la moda y el buen vestir adquirieron ahora la costumbre de combinar el color del nasobuco con el de su indumentaria. Sé de amistades que disponen de juegos para salir de noche y de otros para asistir al trabajo. Hay quienes traen uno puesto y un par más en la carpeta, por si acaso. Es una pena que los obstinados no tengan ninguno.
Además de lo que entraña como defensa contra la COVID-19, el nasobuco entreteje una historia paralela en la sociedad cubana actual. Poco importa que el diccionario de la Real Academia aún no le extienda alfombra de bienvenida. Tendrá que hacerlo, en virtud de su progresiva recurrencia en el habla popular. ¡Hasta para componer guarachas e improvisar canturías lo asumió el proverbial gracejo criollo!
Presiento que el nasobuco llegó para levantar campamento entre nosotros por tiempo indefinido. Formará parte de las rutinas mientras la COVID-19 ponga en riesgo el acontecer nacional. Continuará protegiéndonos hasta que levante su telón y permita que retorne al escenario la sonrisa.