La frase «El arte no tiene Patria, pero los artistas sí», atribuida a más de una persona, puede ser una contradicción en algunos casos, como en el de Juan Padrón, cuya evocación me resulta paradójicamente difícil, si se tiene en cuenta su larga trayectoria, su consagración a más de una primavera y su permanencia en el gusto de todos los cubanos. La paradoja consiste justo en la vastedad de su obra y en la obviedad de su talento. Decir, por ejemplo, que ha realizado más de 60 cortos y cinco largometrajes de animación (uno de los cuales se encuentra en la colección del MoMA de Nueva York), que ha publicado cuatro novelas, que fue profesor titular adjunto del ISA, y que estamos ante un intelectual acreedor de diez premios Corales, quien fue con justeza Premio Nacional del Humor y de Cine, poseedor de las medallas Alejo Carpentier y Félix Varela de Primer grado, no resultaría suficiente, por extraño que parezca. Ello obedece a que Juan Padrón es mucho más que un título o una condecoración porque, a pesar de las buenas intencionalidades de los reconocimientos, no permiten que se perciba del todo el esplendor de su trascendencia.
Quienes contamos ahora con edades llamadas eufemísticamente respetables, crecimos mirando las tiras cómicas que aparecían en las publicaciones Muñequitos y Pionero. Me refiero a aquellos dibujos de Kashibashi, un inolvidable samurái diminuto, en una de cuyas aventuras apareció por primera vez quien más tarde se convertiría en un símbolo de cubanía por excelencia: el mambisito Elpidio Valdés, y también los dibujos de Pulgas, de Verdugos y de Vampiros que entusiasmaron nuestra niñez. Más tarde, surgieron sus animaciones, que transformaron el mundo audiovisual cubano hasta el sol de hoy. Primero, en formato de corta duración (ya dijimos que son más de 60) y luego en largometrajes llamados Elpidio Valdés, Elpidio Valdés contra dólar y cañón y Contra el águila y el león, además de los también clásicos ¡Vampiros en La Habana! y ¡Más vampiros en La Habana! Lo cierto es que este hombre llevó acompañándonos 50 años. La intensidad de su maestría lo convierte en una figura imprescindible para la cultura cubana, sin que esto parezca una exageración, fruto de mezcla de añoranza hacia nuestros primeros años de vida con la apreciación de una estética impecable, por decir lo menos.
A través de la risa y del divertimento, como decía Mark Twain que debía trabajarse: divirtiéndose, Juan Padrón enseñó la Historia de Cuba del siglo anterior al pasado mejor que nadie. Con particular énfasis en las películas de Elpidio, su didáctica alcanza un nivel supremo, en tanto no deja ni el mínimo detalle al azar. Desde los uniformes hasta el armamento, la figura de la mujer en las luchas por la independencia, la participación de brigadas internacionales en nuestra guerra, los traidores, los valientes y los cobardes, la ayuda de los emigrados, el espanto de las contiendas bélicas y el criollísimo humor cubano, unido al gracejo español tanto de los jefes como de los pobres soldados que no cesaban de decir «y uno de bestia»: todo se confabula bajo su égida para crear un producto artístico inigualable. Es justo reconocer que en las películas de Juan Padrón han participado también otros artistas maravillosos
como Silvio Rodríguez con su Balada de Elpidio y otras canciones, el maestro Manuel Duchesne Cuzán al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, la colorista Gisela González, los coguionistas Tulio Raggi y Mario Rivas, actrices y actores que prestaron sus voces como Irela Bravo, Frank González y muchos otros, en fin, un colectivo de eso que se llama todos estrellas, ha dado como resultado la magnificencia de un arte disfrutable para todas las edades.
Esto ya sería más que suficiente para la inmortalidad del trabajo de Juan Padrón, pero no puede soslayarse lo que quizás ayude a explicar aun más la gratitud y la reverencia que le rendimos: Los dibujos animados, fruto de su increíble capacidad imaginativa, siguen ejerciendo el mismo hechizo en los hijos y en los hijos de quienes los vimos por primera vez. O sea, en materia de arte cinematográfico, sus creaciones funcionan como el único cordón umbilical que ata a varias generaciones de cubanos y de cubanas. Podemos disentir en muchísimas cuestiones, polemizar con los viejos y con los más jóvenes, atacarnos, emigrar o quedarnos, defendernos, enfrascarnos en apasionadas discusiones, dejarnos abatir o, por el contrario, estimularnos a continuar batallando; pero si en algo estuvimos, estamos y estaremos de acuerdo todos los nacidos en esta Isla es, precisamente, en la identificación del más grande de nuestros historietistas. Si hubiera llegado el caso (que, por fortuna, no fue) de sentarse a contemplar la obra de toda la vida sin mover un dedo más, para dedicarse simplemente a recibir aplausos, Juan Padrón habría tenido que ocultar su proverbial modestia y su timidez, para aceptar una gigantesca fiesta infantil plagada de globos, de elogios, piñatas de admiraciones y un torrente de loas que no acabarían nunca. Ni él mismo se imaginó cuánto le debemos, ni la magnitud de una devoción que, por parecerle inmerecida, le profesamos con mayor ahínco. Sea, pues, el homenaje para el padre de muchos personajes que consideramos miembros de nuestra familia, porque llevan junto a nosotros los mismos años de nuestras ilusiones, de nuestras esperanzas y de nuestra fe. (Tomado de La Jiribilla)