Luis Manuel, el enfermero de la Sala B, había apagado la luz temprano. La jornada había transcurrido tranquila, y había dejado unos minutos para decirme que es de Granma, pero que el amor lo trajo hasta aquí. No obstante, el cansancio ya lo había vencido y dejaba reposar sus piernas junto a la mesa donde los médicos y enfermeras organizan el trabajo.
Justo a las 12:16 minutos de la madrugada, un grito. Una voz desesperada al fondo del pasillo pedía «¡Un médico, un médico!».
Desde mi cama vi correr a Luis Manuel. Al momento corrieron todos, «Anneris llama a Danay, corre», escuché a alguien gritar tan fuerte que supongo estaban del otro lado de la sala y se escuchó perfectamente en el cubículo 3 del policlínico Orlando Santana, en Mariel; el tono era imperativo y urgente.
Prendieron las luces. Una, otra. Todo el pasillo.
Anneris corrió como quien busca la salvación de su alma, pero no era precisamente la de ella la que intentaba salvar.
Eran las 12:19. Por el pasillo se escuchaba una camilla rodando. Gente corriendo, médicos que pedían cosas que no puedo ni soy capaz de repetir.
En la mañana había escuchado a Francis, una enfermera que guarda un amor enorme hacia los pacientes, solicitar varios medicamentos por si una urgencia se daba. ¡Por Dios, cuánta razón!
12:24. Vi pasar a Danay. Venía uniformada como siempre. Entró al cuarto. Se puso los guantes. Sus pies no sé cuánta velocidad podían alcanzar cuando la vi por el cristal de la puerta.
A las 12:30 a.m. ya el pasillo estaba más tranquilo. Y escuché a alguien pedir esparadrapo. El nudo en mi garganta no se quitaba, y yo, que solo había visto ese corretaje en series de televisión no pude aguantar las lágrimas de nervios por quien ni siquiera conozco.
A las 12:46 la camilla volvió a rodar. Menos rápido. Vi pasar a una de las doctoras con más calma. El mal momento había pasado o la situación estaba controlada. Al menos eso me dije aunque no paraba de pensar en el desasosiego que aquello me había provocado.
A la 1:12 otra voz. «Seño, seño, código rojo». De nuevo las luces, de nuevo las velocidades, de nuevo el sonido de la camilla que te recuerda la urgencia; de nuevo Anneris, Francis y Luis Manuel corren, buscan cosas y escucho: «¿dónde está el glucómetro?». Hay más médicos, enfermeras y enfermeros, pero no sé sus nombres. Llegan hasta mi puerta y alguien dice «no, es en el segundo cuarto».
Esta noche no sé si lloré de miedo, de incertidumbre, de ver pasar todo eso delante de mí y ni siquiera poder brindar mi mano, o de entender por qué a ellos les dicen valientes. Lo son.
Unos minutos más tarde el teléfono sonaba sin parar. Iluso, quién puede atender ahora —reflexiono—. Nadie se imagina los peligros de las zonas rojas. Nadie sabe realmente qué pasa aquí dentro hasta que lo vive. Nadie imagina el estrés ni el compromiso escondido detrás de los límites que marcan las zonas de riesgo. Tampoco algunos alcanzan a imaginar el amor que vive allí, porque al final, ir ahí a salvar la vida de un desconocido no es otra cosa que un sublime acto de amor y heroísmo.
(Tomado del perfil en Facebook de la autora)