Han transcurrido seis décadas desde que la Biblioteca Nacional acogió las decisivas jornadas de diálogo de Fidel con los intelectuales cubanos. El paso del tiempo ha ido borrando de mis recuerdos muchos detalles anecdóticos, pero conservo viva la memoria de la atmósfera epocal.
Tras el derrocamiento de la tiranía de Batista, la Revolución iniciaba la construcción de un proyecto de justicia social y de rescate de la siempre postergada emancipación nacional. La reciente victoria de Playa Girón ratificaba ese propósito liberador. De esa manera se definía una plataforma programática que se convertiría en punto de convergencia para amplios sectores de la sociedad, así como para escritores y artistas adscritos a una pluralidad de tendencias estéticas e ideológicas.
Algunos —muy pocos— procedían de las filas del primer partido de los comunistas cubanos. Otros habían colaborado con el Movimiento 26 de julio y se situaban en el amplio espectro de un pensamiento de izquierda, muy marcado por una perspectiva latinoamericanista y antineocolonial. Algunos profesaban un credo materialista y librepensador. Otros se inclinaban a un ideario trascendentalista de raigambre católica. Por encima de las divergencias se imponía la voluntad de hacer un país.
En su naturaleza más profunda el arte constituye una vía específica de conocimiento de la realidad, revelación de zonas ocultas tras las apariencias. De ahí la necesidad de preservar el espacio de la experimentación. Ese espíritu anticonformista e indagador se avenía al carácter de una Revolución ajena a dogmas y afincada en su diseño al examen de las realidades concretas de un país que se planteaba el desafío de alcanzar el socialismo, venciendo el subdesarrollo y el legado colonial.
La singularidad del propósito conducía a descartar la copia mecánica de modelos prestablecidos. En el terreno de la creación artística, la Europa socialista había establecido las normativas estéticas del llamado «realismo socialista», convirtiendo en razón de Estado la propuesta aprobada por el congreso de escritores celebrado en Moscú en 1934. Traspasada la mitad del siglo XX, eran obvias las consecuencias negativas de esa decisión. También en este terreno Cuba tenía que definir su propio camino, lo que se fue haciendo sobre la marcha, no exenta de acalorados debates.
Con su enorme poder de concentración y su capacidad de escucha, Fidel siguió el curso de las controversias y atendió la diversidad de criterios acerca de temas del arte, el pensamiento y la historia. En sus Palabras a los intelectuales pueden advertirse respuestas implícitas a muchos de ellos. Pero lo esencial de un discurso tantas veces mal citado trasciende lo circunstancial. Desde un punto de vista conceptual expresa una noción de la cultura estrechamente imbricada con el indispensable y emergente desarrollo de la educación.
El auspicio de la creación artística debe complementarse con una acción liberadora sustentada en la conquista mayoritaria de las posibilidades de apropiarse creativamente de los bienes del espíritu. La formación de un ciudadano consciente, dueño del más amplio saber, constituye el cimiento indispensable para la edificación de una sociedad renovada. Años más tarde, la continuidad de esa visión se manifestó en el impulso a la universalización de la enseñanza superior. Desde esa perspectiva, el aprendizaje rebasa lo utilitario para convertirse en puntal del pleno desarrollo humano, irrenunciable aún en las condiciones más difíciles.
En los años 90 el mundo asistía al derrumbe del socialismo europeo, al desconcierto de los movimientos de izquierda y a una agresiva reconfiguración del pensamiento de la derecha, con formulaciones tales como el proclamado fin de la historia y el choque de civilizaciones.
Los cubanos padecimos una vertiginosa caída del Producto Interno Bruto, sufrimos la pesadilla de los prolongados apagones, así como la parálisis de la producción editorial y de la realización cinematográfica, que produjeron fuerte impacto en el sector artístico.
En tan difíciles circunstancias prevaleció el empeño común por salvar la nación. A través de la Uneac, el diálogo con Fidel se sistematizó en los congresos que entonces se celebraron y en las reuniones regulares de los consejos nacionales. Ante los desafíos del momento, no primaron reclamaciones gremiales. Para muchos era más perentorio abrir la agenda al análisis de los problemas que afectaban a la sociedad en aquellas circunstancias, cuando se manifestaban los rebrotes de actitudes racistas mientras muchos jóvenes se distanciaban del estudio y el trabajo.
Ámbito primordial de la cultura, espacio de convivencia y cohesión social, la ciudad fue objeto de atención sistemática. La mano de Eusebio Leal estaba salvaguardando el casco histórico de la capital. Pero los valores primordiales de La Habana se extendían mucho más allá de los límites de la zona colonial. Constituían el resultado de la obra de generaciones sucesivas, incluidos notables logros correspondientes a la etapa revolucionaria.
A los efectos del paso del tiempo y del acelerado crecimiento demográfico se añadían intervenciones constructivas que agredían el perfil urbano de algunos barrios. El reclamo de los artistas detuvo proyectos que hubieran podido afectar el hermoso trazado de la Avenida Paseo, en el Vedado. Con total desinterés, los arquitectos se dispusieron a colaborar en la actualización de las regulaciones urbanas de la capital.
En un contexto de suma precariedad, el intercambio de ideas afianzaba el compromiso de todos en la edificación de un país.