El 11 de noviembre de 1918 terminó la Primera Guerra Mundial, el conflicto bélico de mayor dimensión desencadenado hasta entonces, preludio de los dramáticos acontecimientos que estallarían 20 años más tarde.
En aquel lejano 1914, un continente entero se involucró en un enfrentamiento armado y, sobre todo, por primera vez, Estados Unidos se inmiscuyó en una acción de esta naturaleza más allá de los confines del Atlántico. Estaba iniciando el siglo XX y la lucha por la hegemonía adquiría una dimensión planetaria.
El asesinato de Sarajevo fue el detonante aparente de la guerra. En verdad, estaban en juego otros intereses. Después de haber desangrado el continente con la trata esclavista, cartabón en mano, Francia y la Gran Bretaña dividieron fronteras y definieron el reparto de África. Llegada con retraso a la consolidación de su unidad nacional, Alemania había quedado marginada. Su acelerado desarrollo industrial reclamaba el acceso a materias primas y un lugar en los mercados y la política internacional.
También en proceso de conquista de su unidad nacional, Italia aspiraba a recuperar los territorios todavía ocupados por el imperio austro-húngaro. El zar de Rusia había acordado una alianza con Francia. Quedaban así definidos los contendientes. Francia, la Gran Bretaña, Italia y Rusia confrontarían a Alemania y Austria. Como lo habían hecho en la guerra de Cuba y lo reiterarían en la segunda conflagración mundial, Estados Unidos intervino tardíamente ante un panorama bélico de contendientes exhaustos.
Pudieron sentarse, junto a los vencedores, a la mesa de negociaciones. Concentrado hasta entonces en América Latina según lo establecido por la doctrina Monroe, en la América nuestra el vecino del norte proyectó, con esa fuerza más, su papel planetario.
El panorama europeo se había modificado de manera notable. Se derrumbó el poderoso imperio austro-húngaro, sustituido por países que ocuparon el centro del llamado Viejo Continente. Los contendientes cargaban con dolorosas heridas al cabo de largos combates de trincheras. La recién estrenada aviación empezó a desempeñar su papel destructor.
El incendio de la biblioteca de Lovaina, ataque gratuito a un monumento patrimonial, repercutió de manera escandalosa. Hacia el este, el ejército ruso sometido a toda clase de privaciones en un conflicto que carecía de sentido para los combatientes de filas procedentes de las capas más explotadas del país, forjó una alianza con la clase obrera. Se formaron los consejos de obreros y soldados y estalló la Revolución Socialista de Octubre. La Alemania vencida y humillada, víctima de una profunda crisis económica, resultó terreno fértil para sembrar la demagogia revanchista que alimentó al fascismo, convertido en fuerza expansiva que se extendió a Italia, ocupó los Sudetes checoslovacos y exhibió su poderío militar al intervenir en el derribo de la República Española.
Algo más de 20 años después, la conflagración sobrepasaba los límites de Europa. El 1ro. de septiembre de 1939, el ejército nazi invadía Polonia. La guerra se extendería al Pacífico y al Norte de África. Millones fueron las víctimas en los frentes de guerra y en los campos de concentración. Las ciudades sufrieron bombardeos atroces. Mientras suministraban armas a los contendientes, Estados Unidos demoraba la intervención directa. El complejo militar industrial obtuvo pingües ganancias. Al mismo tiempo, el país se benefició con la emigración de científicos de alta calificación. El mercado de arte se transfirió a su territorio.
Después de participar en los desembarcos de Italia y Normandía, cuando ya la Unión Soviética había afrontado el golpe mayor, los estadounidenses pudieron sentarse con ventaja a la mesa de negociación. Pero, antes del desenlace, con los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, dejaban abierta una amenaza de mayor alcance que pendía sobre la supervivencia del planeta. Tan duramente alcanzada, la paz se teñía de amenazas en el afán por afianzar la hegemonía mundial.
Los imperios coloniales se desplomaban, aunque no por ello desaparecería el antiguo dominio colonial. Las Naciones Unidas reconocían la aparición de nuevos estados, pero la sujeción adoptaba nuevas formas, como la experimentada en Cuba al término de la guerra de independencia. Era el llamado neocolonialismo, sostenido en poderosos ligámenes económicos. Estábamos entrando en el preludio de la globalización.
En la nueva configuración geopolítica, la batalla se libra simultáneamente en los campos de la carrera armamentista, del dominio del espacio extraterrestre, el manejo de las conciencias a través de los medios de comunicación y el desarrollo de las nuevas tecnologías, así como en el aseguramiento de materias primas y de fuentes de energía fósil. Los conflictos locales no han cesado, a la vez se acrecientan las brechas sociales en el mal denominado Tercer Mundo, ambos causales de la emigración masiva de los desesperados.
En ese contexto, emergió la Revolución Cubana. La voz del pequeño archipiélago se expresó en los más importantes foros internacionales para denunciar la supervivencia del coloniaje y formular la necesidad de establecer una plataforma común para proseguir la lucha en favor de la emancipación humana. El bien de cada uno residía en la conquista del bien para todos. Su prédica se tradujo en la práctica concreta de la solidaridad y el internacionalismo. Esa conducta consecuente de más de medio siglo mantiene plena vigencia en la hora actual de la América Latina. En la emancipación de los pueblos, en la defensa de nuestros recursos ante la creciente depredación, reside también la posibilidad de preservar la salud del planeta.