Tanta era su sabiduría que, cuando ya el apelativo había caído en desuso, todos, intelectuales reconocidos, jóvenes activistas políticos y aprendices quinceañeros, le decíamos Don Fernando. Su personalidad preserva el reconocimiento colectivo, pero la tendencia simplificante al estereotipo lo define como «tercer descubridor de Cuba» y lo evoca, sobre todo, como estudioso de las raíces africanas de nuestra cultura. Lo fue, pero el alcance de su obra desborda ese aspecto esencial. A la infatigable y multidireccional labor investigativa añadió el empeño por animar instituciones que promovieran la diseminación de distintos saberes, como la Sociedad de Estudios Folclóricos y la Sociedad Hispanocubana de Cultura. Contó por mucho tiempo con la colaboración de Conchita Fernández, un nombre que debería permanecer en el registro de nuestra memoria colectiva. Fue su secretaria hasta que Ortiz cedió a la pertinaz solicitud de Eduardo Chibás. Después del triunfo de la Revolución, Conchita trabajó junto a Fidel Castro.
El intenso laboreo de Don Fernando constituyó su manera de responder al compromiso del intelectual con la nación, de desentrañar las esencias de nuestras realidades y afrontar los males que laceraban la República neocolonial. Así lo revela, desde fecha temprana, una ingenua carta juvenil dirigida al pensador español Miguel de Unamuno. La diversidad de temas abordados a lo largo de su existencia responde a la necesidad de procurar respuestas a dos interrogantes fundamentales: qué somos y de dónde venimos. En apéndice al Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar —uno de los más brillantes ensayos escritos en nuestra lengua— esboza el complejo proceso constitutivo de un pueblo en la fragua de su identidad. En el Archipiélago cubano se fueron aposentando sucesivas oleadas de migraciones. Los pobladores originarios eran portadores de distintos grados de desarrollo. Tampoco era homogénea la composición de los conquistadores peninsulares. Acicateados por las riquezas del Nuevo Mundo, llegaron andaluces permeados por la secular ocupación árabe, castellanos, aragoneses, vascos o catalanes, cristianos nuevos de dudosa conversión al catolicismo, impregnados por la tradición judaica.
Con su percepción anticolonialista, Ortiz descartó considerar el África como un oscuro continente negro. Reconoció la diversidad de culturas existentes. Sometidas a un brutal ejercicio de deculturación en las bodegas de los barcos de los tratantes, preservaron una memoria mítica, musical y danzaria, entremezclada en la convivencia obligada de los barracones.
Las oleadas siguieron llegando como consecuencia de la Revolución Haitiana, a través de los contratos leoninos de los culíes chinos, con la demanda de mano de obra barata procedente del entorno caribeño, con la arribazón de gallegos y asturianos favorecidos por la voluntad política de blanquear la nación y con los libaneses que también dejaron huella.
Cierta tendencia académica ha sometido a crítica la metáfora del ajiaco cultural resultante de este proceso. En verdad, teniendo en cuenta la base teórica sustentada por Ortiz, la imagen se remite a la tradicional «olla podrida», típica de las costumbres nómadas ganaderas, en la que al material acumulado en el curso de los días, sometido a cocción, se le van añadiendo los alimentos acopiados en cada jornada. El material bullente conserva, en el caldo espeso, fragmentos que guardan parcialmente su carácter inicial, sin desintegrarse del todo. A través del consiguiente toma y daca de aromas y sabores, madura una tradición con impronta renovada, en diálogo con los orígenes y con el presente de cada momento histórico. La densidad del caldo asegura la unidad y la diversidad de una identidad nacional específica.
Al develar la complejidad viviente y mutante del pueblo que somos, Fernando Ortiz entregó un conocimiento de extrema utilidad para el arte y la cultura de hacer política. Azotados por huracanes, nos refugiamos en las poderosas raíces de la ceiba y mediante el choteo sobrellevamos las ásperas realidades del vivir. Valido de otro instrumento, Fidel también comprendió la naturaleza de esa complejidad y el peso de las marcas históricas que la modelan. Su definición de pueblo en La historia me absolverá debería constituirse en texto de cabecera y referente constante e ineludible para actores de las instituciones sociales y de los medios de comunicación. Ajeno a formulaciones abstractas esquemáticas, Fidel inscribió la definición de pueblo en la dinámica histórica. En las circunstancias del dominio imperial y la dictadura de Batista, el concepto pormenorizaba los rasgos de todos los grupos sociales existentes. La perspectiva excluía tan solo a quienes estaban subordinados a un vínculo orgánico con el imperio. En términos concretos, el Programa tenía en cuenta las demandas de cada uno de los sectores involucrados. El reconocimiento de lo que somos, conciencia de sí, se transformaba a través de la acción práctica en conciencia para sí.
Sesenta años de combate revolucionario en el contexto de la acelerada globalización neoliberal han modificado el panorama de entonces. Persiste la irrenunciable espina dorsal que sostiene el llamado permanente a hacer un país asentado en la decisión soberana de construir un destino propio. El paisaje social y cultural de Cuba ha variado sustancialmente. La voluntad política provee garantías para los más vulnerables. Pero las desigualdades existentes en los ingresos y en el acceso a bienes imponen el reclamo urgente de diagnosticar la composición socioclasista del pueblo. A partir de la valoración de lo que somos puede diseñarse una eficaz estrategia comunicativa.