En las guerras de conquista los vencedores dejan huella de lo sucedido en sus relatos testimoniales. A pesar de los milenios transcurridos, seguimos aprendiendo que «toda la Galia está dividida en tres partes», según la límpida prosa de Julio César, integrada con justicia a la tradición clásica de la literatura occidental.
De manera similar, la historia de la literatura hispanoamericana comienza con los relatos de los conquistadores, desde los diarios de Cristóbal Colón, las cartas de relación de Hernán Cortés, la versión del soldado Bernal Díaz del Castillo y los alegatos de Fray Bartolomé de las Casas, el defensor de los indios, de larga estancia en nuestras tierras, muerto cuando se desempeñaba como obispo de Chiapas.
Terminado el fragor de las batallas primeras, Alonso de Ercilla sobrepasó lo puramente testimonial para redactar con La Araucana un texto con intención literaria. Caupolicán, héroe de la narración épica, enfrenta a los invasores con las armas. Une y encabeza a los suyos. A pesar de la brutal violencia aplicada contra los pueblos originarios de nuestra América, a pesar de que el cuerpo del inca Tupac Amaru fuera despedazado ejemplarizantemente atado a caballos en plena carrera, la resistencia adoptó diversas formas. Víctimas de los conquistadores españoles y de sus herederos, los gamonales criollos, dueños de tierras y de recursos financieros, los indígenas, nunca sometidos, preservaron su cultura.
En un punto que conduce al sur de Chile, me contaba una amiga, una enorme valla situada en la carretera proclama que el viajero ha llegado a tierra mapuche. Allí conservan sus costumbres, su organización comunitaria, su estructura jerárquica social ajena a cualquier expresión de verticalidad, siempre reunidos en círculo que a todos equipara, elijen y respetan a sus guías espirituales. Camino de la Antártida, esos territorios guardan reservas minerales y acuíferas, objeto del deseo por parte de empresas subsidiarias de las transnacionales. Al defender lo suyo, al oponerse al apetito de los negocios extractivos, al asumir la protección de los glaciares, los mapuches se hacen cargo de la protección del planeta. Sufrieron los desmanes de la dictadura de Pinochet, pionero del experimento neoliberal en América Latina, pero la democracia que sucedió al régimen del horror careció de la audacia necesaria para reconocer los derechos mapuches. Ahora mismo, en plena pandemia, de la mano de antiguos personeros del régimen nefasto, la violencia se cierne sobre ellos, a quienes debiéramos agradecer el tozudo batallar en defensa del planeta, vale decir, de todos nosotros.
Con la expansión de la pandemia, sobre los pueblos originarios de nuestra América se abate un nuevo genocidio. Las políticas neoliberales cercenaron los sistemas de salud. Cementerios y hospitales han colapsado en los centros urbanos. En las selvas y en el espinazo andino, la precarización es total. Para afrontar esta y otras probables amenazas de índole similar, la epidemiología, interdisciplinaria por naturaleza, habrá de contar con el apoyo de las ciencias sociales. En su ataque, el virus no discrimina en razón de clase o raza. Pero el acceso a la información pertinente, a los medicamentos, al cuidado médico, a la atención hospitalaria, favorece a quienes disponen de más recursos. Nunca conoceremos la cifra exacta de los muertos en los márgenes de las urbes gigantescas, en lo profundo de Bolivia, de Ecuador, de Perú, en el extenso territorio de la Amazonia.
En la conducta del ser humano intervienen e interactúan factores biológicos, sociales, sicológicos y culturales. Todos ellos han de tenerse en cuenta ante el ataque directo del virus con resultados diversos según el alcance de las políticas públicas. En países donde las brechas de desigualdad se agigantan, las víctimas de la enfermedad se multiplican exponencialmente entre los más desfavorecidos. El enfoque sociológico permite deslindar, tras la noción estadística abstracta de la población, los reductos de pobreza y de miseria extrema, las condiciones del hábitat y las posibilidades reales para cumplir con las medidas elementales de higiene. En el ámbito de lo sicológico, precisa atender las consecuencias, a veces irreversibles, sobre todo entre los adultos mayores, del confinamiento y de los prolongados estados de ansiedad. La preservación de la salud humana requiere el cuidado de lo físico y lo síquico. La dimensión cultural se asocia a estilos de vida y a sistemas de valores, muchos de ellos deformados por el desenfreno consumista provocado por las fórmulas sofisticadas utilizadas por el marketing contemporáneo.
La pandemia del coronavirus no constituirá caso cerrado, aunque se obtenga en breve plazo una vacuna eficaz. La envergadura planetaria del fenómeno y su alta letalidad apuntan a la emergencia de forjar nuevos estilos de vida.
La pospandemia debe plantearse la exigencia de instituir otra realidad. Para hacerlo, conviene volver la mirada al legado de nuestras culturas originarias. Múltiples y diversas, alcanzaron distintos grados de desarrollo. De una laguna emergía Tenochtitlán, la más extensa ciudad de la época. Sus conocimientos astronómicos superaron lo conocido por los conquistadores europeos. Las sonrisas de las esculturas toltecas en el Museo Antropológico de México son tan cautivadoras como la que asoma en La Gioconda de Leonardo. No se interesaron por hacerse de armas de fuego. Entregaron a Europa, apuntalados en la cultura del maíz, los metales preciosos, la papa, el tomate y el delicioso sabor del cacao. Los hombres de a caballo, con espada y mosquete, obsesionados por la leyenda de El Dorado, no supieron beneficiarse de la sabiduría de los pueblos radicados en nuestra América, que siguen rindiendo culto a la Pachamama, a nuestra Madre Tierra.
En la compleja encrucijada de estos días, los indómitos araucanos merecen nuestro apoyo y solidaridad. Se están inmolando en favor de un planeta que también es el nuestro.