Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Leonardo Mastrapa y la crónica como resucitadora

Autor:

Enrique Milanés León

Siendo de los seres más comunes de este mundo, cada uno portador de dos talones de Aquiles, porque a derecha e izquierda nos mata lo mismo una flecha de guerra que otra de amor, los periodistas descubrimos hace tiempo un conjuro infalible contra la muerte del otro: la crónica. Los manuales, tan formales ellos, no se atreven a decirlo, pero hasta el novel reportero que arma su primera línea sabe que La Parca le teme a la hermosura.

Así que a menudo, cuando la nada nos roba un colega -¡y mira que lo ha hecho últimamente!-, cualquiera de nosotros desenfunda el teclado y dispara al centro del monitor oraciones trasparentes que, al cierre de la edición, terminan rescatando al ser que «perdimos» y espantando lejos a la devoradora de vidas que intentó desterrarlo. De ese modo se ha armado la legión de reporteros inolvidables que sostienen los pilares sublimes y subliminales de nuestra Unión de Periodistas de Cuba (Upec).

Confío en que suceda de nuevo ahora que se ha ido, dizque para siempre, Leonardo Mastrapa Androín y, como un cuerdo desenfrenado, llego a casa y comienzo a tirar al camino del recuerdo letras y más letras por las que él pueda seguir,  imperturbable, por un pedraplén de afectos, viajando en su moto de Las Tunas a San Manuel y de San Manuel a Las Tunas, haciendo su obra de intelectual valioso con «ínfulas» de…  abeja anónima.

Todos le han visto servir por años, edición tras edición del periódico 26, sin ambiciones de gloria, pero con tal persistencia que cansa a la muerte como lo hiciera la Francisca inquieta que nos pintó Onelio Jorge Cardoso en un cuento que parece periodismo.

A nuestros 52, éramos tercos creyentes: en la bondad y la belleza, en las cosas llanas que aprendimos juntos en las aulas de periodismo de la empinada Universidad de Oriente, en la tierra que le abrigó de repente, sin avisarle en un tuit, y en los amigos que, como el bronce de ley, muestran, de principal patrimonio, la pátina del afecto.

De modo que, mientras en la funeraria de Calzada y K acompaño su cuerpo junto a un reducido grupo de familiares y camaradas antes de que parta a su oriental terruño, hablamos sin hablar, en un código que acabamos de inventar para decirnos que, en efecto, yo garabatearé algo con tal de que él se mantenga vivo. «Milanes –me dice en mi sueño, restando, con mi acento que siempre omitía, la gravedad del asunto- no te preocupes, que yo resuelvo esto».

La muerte se mata con crónica, pero tiene el cuero duro, de manera que ni el mejor conjurador –la pluma excelsa que yo no soy- puede escapar en su intento a la humanísima lágrima que encharca al que aprecia limpiamente porque tiene un manantial imparable en el pecho.

Entonces, el cronista tiene que lamentar la enfermedad que, cual maligna inspiración sobre una cuartilla blanca, derrumbó de repente un corpachón de atleta; el periodista tiene que abrazarse en dolores transoceánicos que llegan desde Moscú con la colega Mylenys –esa «ex» que en el tiempo se le volvió a Mastrapa su tercera hermana, con Liliana y Lourdes-; el reportero tiene que preguntarse qué durísimos reclamos le hace al mar Denes Leonardo, el hijo del amigo, sentado esa mañana de agosto en el malecón, de frente a un horizonte escorado; el hermano de otra sangre tiene que imaginar, solo imaginar, el desfile de emociones del velorio y el entierro de la gente de San Manuel y Puerto Padre, donde al que va en descanso se (le) quiere a lo grande, como aman en Cuba los pueblos chiquitos.

Se va veloz, montado en un clic izquierdo, el subdirector del periódico de Las Tunas, el por mucho tiempo vicepresidente provincial de la Upec, el hombre que hacía un lugar de trabajo de todo sitio al que llegaba; se marcha un «imprescindido», porque en su valla reporteril siempre se le valoró; parte un celoso cuidador de su página web, pero por mucha falta que hará en esos puestos y en otras cosas, lo que más se extrañará tras el mazazo brusco será el ser humano noble que, pasada la media rueda y con 1.92 centímetros de estatura, persistía en su retrato de lejanos años mozos: el mismo muchacho sano que no aprendía las recetas del odio ni sabía dibujar los planos de la emboscada.

Al final, el final: el amigo tiene que dejar ir el cuerpo del amigo pero se guarda su alma. Le dice adiós cuando lo ve partir por la carretera, no en balde de cara al sol, y piensa en los maestros comunes que, desde la primera clase hasta la conjunta tesis de graduación en 1990, nos enseñaron cuánto valen -en este oficio medio ingrato que a veces publica errores y a veces entierra aciertos- el brillo de la verdad y el temblor de la emoción.

Con esos recursos periodísticos, aprendidos por nos y otros cuando Santiago no conocía internet, debe bastar, digo yo, para tejer esta crónica-trampa que obligue a la muerte a meterse con alguien –más chico- de su tamaño y propicie que una noche cualquiera me alumbre un telefonazo: «Milanes, dime, ¿cómo va la cosa?».

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