Ocurre la dolorosa muerte de un joven en Cuba, mientras buscaba evadir la persecución policial, y no faltan quienes intentan hacer estallar al país.
Se frotan las manos —estilo primavera árabe— con la esperanza de que ese disparo fatal desate el tiroteo masivo, el baño de sangre, las 24 horas de hierro, venganza y fuego que tantas veces vaticinaron como final para la Revolución.
Es tanto el desafuero, el arranque oportunista, que en el lugar de la conmiseración, del sufrimiento, o la búsqueda necesaria para que no quede impune una actuación policial precipitada o injusta —en caso de que la hubiera—, apuestan a una arremetida propagandística para equiparar la muerte del joven con la de George Floyd, inclementemente ultimado en Estados Unidos, y provocar acá las mismas consecuencias.
En el apuro por atizar manifestaciones antirracistas y contra la «brutalidad policial» en Cuba, olvidan un singular detalle: el policía que intentó defender su vida con un disparo es tan negro como el que, con su agresión, quiso evadir a los uniformados.
El grave incidente parece haberles caído del mismísimo infierno —decir del cielo sería ofensivo— a quienes sin que hubiese tronado el disparo mortal en Cuba ya armaban en redes sociales y otros espacios las cadenas genéticas con las que pretendían entrelazar el racismo congénito del capitalismo en Estados Unidos con las secuelas de este fenómeno en el archipiélago.
Una revisión en retrospectiva entre las famosas burbujas de internet terminaría por develar el extraño interés que ponían no pocos en forzar semejantes nexos desde el primer momento del levantamiento antirracista en Norteamérica.
No menos revelador sería percatarse, durante esa incursión en redes, de la creciente obsesión porque los cubanos nos lancemos en manifestaciones a la calle, rompiendo con los mecanismos de discusión y contrapeso existentes —nunca perfectos o inmaculados—, pero que hasta hoy permitieron corregir los desajustes dentro del proyecto de la Revolución, sin tener que acudir a grandes fracturas o sacudidas sociales.
Dejarnos arrastrar a estas últimas, en las condiciones de cerco político y económico y sometidos a todo tipo de traspié para hacer sucumbir el modelo social escogido por mayoritario consenso, servirían más a los viejos y sucios planes de sometimiento a poderes extranjeros que a alcanzar nuestros propósitos, por más sanos y justicieros que estos sean.
Las incitaciones a levantarse en las calles contra la discriminación racial, la violencia contra la mujer, por una ley de protección animal, por los derechos de los homosexuales, o los de otras minorías, entre diversos anhelos menos visibles, silencian o ignoran el reconocimiento explícito que las autoridades del país hacen de dichas reivindicaciones. Junto a ello, se apunta a proyectos y mecanismos para abonarlas, algo que no ocurre en Estados Unidos, porque en ese país no ocurrió una revolución social radical y humanista como la cubana.
Esa es la causa de que mientras el supremacista Donald Trump no sabe reaccionar de otra manera que arremetiendo contra los manifestantes, aquí este problema social desemboca en un Programa Nacional Contra el Racismo y la Discriminación Racial.
Entre sus muchas motivaciones dicho programa no pudo desconocer las expresiones de racismo en las instituciones que garantizan el orden interior y la paz ciudadana, algunas de las cuales encontraron cauce de denuncia en manifestaciones del arte como el humor y la música y en una comisión, como la reconocida Aponte, de la Uneac.
Las diferencias en los enfoques sobre este tema entre los Gobiernos de Cuba y Estados Unidos son muy visibles también en el discurso del Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, durante la última sesión del Parlamento. Allí sostuvo que un pueblo tan sensible, que cree en la vida y la exalta todos los días, tiene todas las condiciones para enfrentarse y resolver definitivamente cualquier vestigio de maltrato, exclusión, discriminación o sometimiento que haya sobrevivido a la obra justiciera de la Revolución.
Lo mismo ocurre con la tan promocionada vocación represiva y policial del Estado revolucionario cubano —contra la que llaman a rebelarse—, que deja caer sus máscaras ante la naturaleza reciente que acabamos de darle con su nueva Constitución política. Si la intención fuera afincar la imposición autoritaria y despótica nada tendría que hacer en ello un Estado Socialista de Derecho.
Pero erigir ese tipo de Estado y hacerlo invulnerable frente a una andanada interminable de manipulación, favorecida por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, demanda estar informado y recibir explicación oportunamente, como enfatizó Díaz-Canel en otro momento de su discurso de rendición de cuentas ante la Asamblea Nacional.
Tanta relevancia tiene esto último, que el Presidente lo ubicó entre las tres prioridades del país para enfrentar los ataques del adversario sin renunciar a nuestros programas de desarrollo.
Se trata, nada menos, que de blindar la Revolución con lo que puede salvarla para todos los tiempos: el eje del bien que constituyen la combinación de la cultura, la ética, el derecho y la política solidaria, como insistía en llamarlo el luchador de la Generación del Centenario Armando Hart Dávalos. Este último era tan defensor de la constitucionalidad y el derecho, que aseguraba que quien violente la ley en Cuba, cualesquiera sean las motivaciones, le abre el camino a la contrarrevolución.
Ha muerto un ser humano en circunstancias anormales y algo tan desgarrador requiere del debido esclarecimiento y explicación pública, porque lo reclaman la rectitud y la moral de una institución cuyo servicio honra el país, las familias de la víctima para dar mejor reposo a su sufrimiento, y un pueblo que, como enaltece su Presidente, cree en la vida y la exalta todos los días contra los apetitos siniestros de todo tipo de carroñeros.