Era septiembre de 1977. En Little Rock, Arkansas, sur profundo de Estados Unidos, nueve estudiantes de High School desafiaban la segregación racial establecida en el sistema de enseñanza. Respaldados por Faubus, gobernador del estado que aspiraba a la reelección, los supremacistas blancos se manifestaron con violencia extrema. Contaban con el apoyo activo de la fuerza pública. El nombre de una ciudad desconocida traspasó las fronteras de Estados Unidos. Aparentemente derrotado con la caída del nazismo, el racismo mostraba su rostro más feo en el seno de un país que pretendía afincarse en la defensa de los principios democráticos.
Poco faltaría para que se articulara un poderoso movimiento en favor de los derechos civiles. Martin Luther King tuvo que ser asesinado. Bolívar cumplió la palabra empeñada con Pétion, presidente de Haití. Abolió la esclavitud. Al iniciar su lucha redentora, Carlos Manuel de Céspedes liberó sus esclavos. Los padres fundadores de la nación norteamericana no suprimieron la infame institución. Al expandirse hacia el sur y el oeste el territorio de las antiguas 13 colonias, el peso de los intereses esclavistas se acrecentó. La riqueza de los potentados del sur se sustentaba en una economía de plantación. Las manos negras recolectaban el algodón destinado a las textilerías de la Gran Bretaña. El sistema entraba en contradicción con el capitalismo en pleno desarrollo. Correspondió a Abraham Lincoln cortar el nudo gordiano. Estalló la guerra de secesión. El triunfo del Norte sobre la aristocracia sureña no destruyó las bases del racismo institucionalizado. Sujetos a otras cadenas, los negros asalariados afrontaron la pobreza, la segregación en el sistema educacional y el transporte público. La distribución barrial en las ciudades respondió al color de la piel. La mecanización de la recogida de algodón produjo un desempleo masivo en el Sur. Masas de desposeídos emigraron hacia el norte industrial. En medio de la bonanza automovilística, Detroit ofrecía posibilidades de empleo. No todos pudieron beneficiarse de tan mirífica posibilidad. Algunos cayeron irremisiblemente en la marginación. El esplendor del automóvil fue pasajero. Detroit se ha reducido a un triste recuerdo de lo que fue. Llegaba la hora del predominio de la economía terciaria, de los servicios de bancos, tiendas, hoteles. Los enormes rascacielos albergaban infinidad de oficinas. Pero quienes lograron ingresar en el sector sufrieron el embate de las nuevas tecnologías, sustitutivas de funciones desempeñadas por los seres humanos. Se multiplicaron los nuevos desplazados. Mientras tanto, parte de la industria norteamericana se instalaba en países del tercer mundo, donde podía disponer de mano de obra más barata.
El panorama económico y social ha tenido su complemento en la distorsión de la memoria histórica. En los estados sureños se multiplicaron los monumentos en honor de los derrotados, algunos de ellos connotados asesinos y fundadores del Ku Klux Klan. Se fue edificando la saga melancólica, con fuerte acento emocional del vivir refinado de los vencidos. Es lo que transpira en Lo que el viento se llevó, uno de los filmes más populares de la historia. Ante la conciencia común, la condición real de los afrodescendientes se había enmascarado con el empleo de varios procedimientos. La cabaña del tío Tom, relato sensiblero de Harriet Beecher Stowe, mostraba la visión idealizada del negro dócil, protegido en un contexto paternalista. Inscrita en la cotidianidad del consumo, feliz en su estado de obesa cocinera, Aunt Jemima ilustraba las cajas de un cereal, el más extendido componente del desayuno norteamericano. Pero una herida abierta atravesaba gran parte del territorio del país. Era el Missisipi, el old man river cantado por la voz profunda y cálida de Paul Robeson. El gran río desemboca en Nueva Orleans, ciudad marcada por el dominio histórico de España y Francia, lugar de culto por su contribución a la música mundial. Cercenados de su mitología tradicional, a diferencia de lo ocurrido en Haití y en Cuba, los afrodescendientes canalizaron sus necesidades expresivas a través de la música. Los ritmos atesorados en la memoria resurgieron en singular fusión creativa que dio forma al jazz. Al juntarse las aguas del Missisipi con las del Golfo de México en ocasión del huracán Katrina, el abismo social y económico pasó la cuenta. Incontables fueron los afrodescendientes desaparecidos bajo las inundaciones. Los sobrevivientes perdieron hogares y trabajo, permanecieron desprotegidos de socorro médico.
Los especialistas en el tema han señalado el rápido aumento de la fractura en el interior de la sociedad norteamericana. Un conjunto de circunstancias descorrió el velo que ocultaba el fenómeno. La renuencia a ofrecer respuesta efectiva a la pandemia reveló el desamparo extremo de latinos y afrodescendientes, acrecentó los índices de desempleo y subrayó la inminencia de la crisis económica. Nueve minutos duró la agonía del hombre indefenso tirado en el suelo con el cuello oprimido por la rodilla del policía. Fue un asesinato alevoso. A la vez real y simbólica, era la imagen del racismo institucionalizado y de la cultura del odio. De cautelas impuestas por la pandemia, blancos y negros, jóvenes y viejos han salido a las calles. No responden a convocatoria política. Lentamente, «esa humanidad ha dicho basta y ha echado a andar». Never more, parecen decir. La lucha en favor de un cambio recién comienza. Como animal herido, el poder hegemónico se torna más peligroso aún. Criminalizará a los manifestantes específicos. Culpará de sus males, demonizándolos, a enemigos ficticios. A pesar de todo, algo ha empezado a resquebrajarse. Es la proyección triunfalista de un modelo depredador de la naturaleza y los valores humanos.