Nuestro hombre hacía diligencias urgentes aquel jueves por la tarde que lo llevaron a pasar frente a una de las más nuevas y concurridas tiendas de la Ciudad Monumento.Vio a un grupo de personas en la acera y se aproximó para preguntarles el motivo de la «naciente» cola, destinada a comprar al día siguiente.
¿Qué van a sacar? «No se sabe», le respondió uno. «Es aseo», soltó otro. En eso llegó alguien con «dominio absoluto» del tema, acaso el mejor colero de toda América Latina, quien dijo de manera concluyente: «Es jabón, detergente y pasta dental; van a vender un módulo».
Entonces el protagonista de la historia, aunque no le cabía en la cabeza amanecer en esa espera, preguntó quién era último. «Soy yo… Somos 30», le respondió un sujeto, un sujeto con demasiados predicados. ¿Cómo que 30? «Compadre, 30: la familia, los vecinos. Mira, ella marcó para 15 y la de la blusa amarilla para otros diez».
Fue un golpe, pero aún así se dijo que podía alcanzar el módulo; por eso dio el último aclarando que «eran dos». Se fue a casa y empezó a maquinar un modo de preservar su turno sin pasar una mala noche. A la sazón, recordó a «Jabao», un custodio que trabaja al lado del establecimiento.
Ya en la noche fue hasta allá, habló con él y lo presentó a la que iba delante: «Es el otro que le dije». Y se fue.
Durmió, aunque no a pierna suelta, pues tuvo un sueño raro: se vio envuelto en una carrera a campo traviesa, junto a antiguos compañeros de estudio que ni recordaba; todos le pasaban por al lado, al tiempo que él se atascaba en un fango color ocre y le gritaban con una risa de eco: «Te vas a quedar sin turno, jajajaja… Te vas a quedar sin turno».
A las 6:00 a.m. ya estaba en el estadio, digo, en la cola. Por suerte, había sido bien chequeada a distancia, con la técnica de reojo, por Jabao.
No podía imaginar lo que vendría. A medida que se avecinaba la hora de apertura de la tienda, salían más y más personas delante de él. Tuvo que experimentar el proceso del acordeón, consistente en ir repetidamente, en masa, de atrás hacia delante y viceversa, siguiendo un movimiento ni rectilíneo ni uniforme al compás de la voz colectiva de «Caballero, córranse».
Lo peor fue cuando, en uno de los ejercicios organizativos, se rehizo la hilera y surgieron nuevos rostros. «¡Él no va ahí!». Se trataba de Jabao. «¡El otro tampoco, el otro tampoco!».
Con convicción resistió el embate, pero al final su amigo fue vencido por el cansancio de la guardia, el sofocante calor y la presión popular. Se marchó.
Nuestro personaje, al quedarse estoicamente, observó de todo: una mujer tirando 24 fotos por segundo, de seguro «para subirlas» como se hace hoy; una cola paralela de impedidos muy larga para la ocasión, los renovados reclamos —siempre decentes— de las autoridades («Por favor, sepárense»), un carro con altoparlantes solicitando «mucha disciplina», las llamadas constantes («Oye ven, dicen que van a repartir turnos»), el rumor malintencionado de que el jabón se acabó.
Por suerte, a las 6:02 p.m., en tiempo de alargue, futbolísticamente hablando, él compró. Llegó a casa preocupado por haber corroborado cómo, al margen de la conocida escasez, muchas personas avientan la indisciplina social o siguen tirando por la borda la decencia, el sentido común, el respeto y la prudencia en tiempos en que esos «ingredientes» hacen más falta que nunca. Remarcó cuán necesaria es la organización, por encima de la posible culpa de los adictos al molote; y cómo un número considerable de ciudadanos prefiere la peligrosa cercanía a la distancia y la temeridad a la prevención.
Reflexionó, en fin, sobre el increíble «somos 30» y todas las lecciones de su experiencia, que encajan de manera perfecta en muchas otras partes de nuestra geografía.