La viejita Ernestina es popular entre sus parientes y sus vecinos por la nobleza con la que suele acompañar cada uno de sus actos. «Voy a darte un buchito de café», le ofrece a un extenuado fumigador. «¿Quieres tomar agua fría?», le pregunta a un sudoroso caminante. Ella no necesita conocerlos a priori para proceder de esa manera. En su octogenaria y dadivosa vida hizo suyo aquello de «haz bien y no mires a quien».
Ahora que el coronavirus amenaza con turbarnos el sosiego, la anciana decidió enfrentarlo desde la solidaridad. Así, abrió sus gavetas y extrajo de su interior cuanto retazo de tela o prenda de vestir ociosa se le pusieron a mano. Luego midió, cortó, tomó asiento ante su vetusta máquina de coser y no les dio tregua a sus pedales hasta que dio el último pespunte.
Desde entonces, cada familia de su edificio dispone de sus nasobucos «made in Ernestina», como los rotuló en broma y en serio un inquilino. Ella en persona los distribuyó puerta a puerta, junto con la advertencia de que se trataba de una medida de elemental protección. «Todos debemos usarlo, no importa la edad que tengamos», exhortó, con el suyo puesto. «Si colaboramos y somos disciplinados, ganamos la pelea».
Demostraciones de cooperación de este tenor no constituyen rarezas en Cuba. Por acá hemos convertido la solidaridad en la credencial que nos identifica. Para nosotros, esa palabra posee un campo semántico más amplio que el conferido por el diccionario. Y cuando aludimos a sus bondades no lo hacemos desde una perspectiva material, porque pensamos que es en la espiritualidad donde habita la auténtica filantropía.
Por estos días de intensa campaña informativa y de acciones de prevención contra la COVID-19, advierto cómo la gente ha tomado conciencia sobre su peligrosidad y evita incurrir en actos que favorezcan su propagación. «Deja la fiesta de quince de tu hija para más adelante —escuché sugerirle a un padre—. Quedará mejor cuando esto pase. Ahora no es conveniente».
La percepción de riesgo se corrobora también al encontrarse o despedirse las personas. Al tanto de que un contacto físico puede tener trascendencia contagiosa, evitan con sensatez el besuqueo y los abrazos, unos y otros contraindicados en las actuales circunstancias sanitarias. Se lo repiten los padres a sus hijos cuando parten para la escuela, y les explican que el afecto se puede demostrar con fórmulas menos efusivas.
Acerca de las acechanzas de la COVID-19, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, nuestro Presidente, ha dicho que «la serenidad, la disciplina, el sentido de la responsabilidad, la colaboración y la solidaridad, que son consustanciales al cubano, sí pueden ayudar a evitar su propagación y a evitar su transmisión».
De eso se trata, precisamente: de blindarnos con actitudes colectivas frente a la amenaza del virus y de ayudar con nuestra experiencia a países que padecen también sus letales efectos. La vocación internacionalista de Cuba es llamada a filas en casos así. Nunca hará como el avestruz, que esconde la cabeza bajo la arena para no ver lo que ocurre en torno suyo.
Durante décadas, decenas de miles de compatriotas han puesto de manifiesto su estirpe solidaria en parajes como el desierto de Sahara, las montañas de Pakistán, las aldeas africanas, las selvas de Centroamérica y los cerros de Caracas. Helados por el frío o sudando a mares; con el peligro de contraer una enfermedad pendiendo sobre ellos como espada de Damocles; con la añoranza por la familia y por la tierra; insertados en contextos culturales diferentes…
Los colaboradores médicos que han partido hacia diversas geografías a combatir la COVID-19 confirman que Cuba no solo mira puertas adentro, porque Martí nos enseñó que Patria es humanidad. En tanto ellos ponen en alto la nobleza de la Isla indómita, acá queda gente como Ernestina, ayudando al prójimo y erigiendo cada día un humilde monumento a la solidaridad.