Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La cultura del odio

Autor:

Graziella Pogolotti

La pandemia del coronavirus estremece al planeta y evoca las pestes que asolaron a Europa a partir de la Edad Media e inspiraron buen número de obras literarias, desde el célebre Decamerón hasta El camino de Santiago, de Alejo Carpentier. Según el relato del cubano, al puerto de Amberes llega un barco de mercancías. El cargamento de naranjas reluce como el oro. De las bodegas de la nave escapan las ratas, portadoras del mal. Juan, el protagonista, enferma. Angustiado por el miedo y el sufrimiento, promete, de salvarse, marchar como peregrino a Santiago de Compostela. Emprende el viaje, pero se deja tentar por las ilusiones del oro de América. Llega a La Habana. Comete un delito. Encuentra refugio en un entorno boscoso, donde sobrevive gracias a los productos que ofrece la naturaleza virgen y feraz. Allí coincide con otros perseguidos, un luterano y un judío. Han descubierto el espacio en la utopía para la convivencia armónica despojada de la intolerancia. Sin valorar la paz conquistada, regresan a España, donde los dos herejes serán condenados por la intransigencia del poder dominante.

Mientras la pandemia se extiende y monopoliza los espacios informativos, la historia sigue su curso. Ante la recesión económica, el capital financiero asegura sus intereses. La lucha por afianzar el poder hegemónico muestra señales de extrema gravedad. El lenguaje populista electorero apunta hacia el renacer de una ideología fascista, proclama el supremacismo blanco norteamericano, exalta la xenofobia e induce al ejercicio de la violencia.

Para analizar la contemporaneidad vale la pena recordar algunos hechos del pasado. Alemania había desarrollado una importante cultura. Albergó a filósofos como Kant, Hegel, sin olvidar a Carlos Marx y Federico Engels, que tuvieron  gran influencia en el mundo. Anunció el surgimiento del romanticismo. Contó con escritores de la talla de Goethe, Schiller y Heine, por citar tan solo algunos ejemplos. Al consolidar su unidad nacional, cobró fuerza el militarismo. El país había llegado tarde al reparto de las colonias. Su derrota en la Primera Guerra Mundial dejó un rastro de miseria y un sentimiento de humillación. Sobre esa base, la República de Weimar resultaba demasiado frágil para afrontar las circunstancias. En ese panorama, el ascenso de Hitler contó con apoyo popular, alentado por la proclamación de la supremacía aria y el destino manifiesto que le otorgara el derecho al dominio del mundo.

Más cerca en el tiempo, la aplicación de las doctrinas de los Chicago Boys agigantó la brecha social entre la minoría privilegiada y los más desfavorecidos. Ocurrió de manera dramática en los países del llamado Tercer Mundo, donde impulsó los intentos de emigración masiva hacia los territorios que parecían ofrecer mejores oportunidades. Sucedió también en cierta medida en los países industriales. En ellos fueron desapareciendo las políticas del bienestar y se deterioraron las conquistas alcanzadas por la clase obrera en años de dura lucha. Las acciones bélicas insensatas desencadenaron una migración incontenible por el mar en embarcaciones rudimentarias, ofrecidas por los traficantes de personas.

Los sobrevivientes arribaban a los puertos europeos y hoy reciben el rechazo de comunidades para las que resultan una posible carga pública y una oferta de mano de obra barata.  Este conjunto de factores alienta el racismo y la xenofobia. De ahí la progresiva aparición de una extrema derecha con un discurso político de acento fascista impensable hace pocos años. La estrategia diseñada con fines electoreros y con el propósito de asegurar el control del poder hegemónico consiste en propagar la cultura del odio. De esa manera, se tiende una cortina de humo que obnubila la capacidad de analizar racionalmente los datos de la realidad.

Antes de la aparición de la pandemia había comenzado la edificación del muro en la frontera que separa a Estados Unidos de México. La imagen de los latinos, muchas veces portadores de otro color de piel, se asociaba a la introducción de todos los males. Se asumía, como derecho natural, el confinamiento de emigrantes en campamentos y la separación de padres e hijos. Ahora, el Presidente de Estados Unidos insiste en denominar «virus chino» al nuevo coronavirus. Ya se han producido hechos de violencia contra ciudadanos de apariencia asiática. La entrada de la pandemia en el país del norte ha inducido —reacción insólita— al aumento de la compra de armas. Se venden online, sin verificar el estado mental del cliente. La cultura del odio y la exacerbación de la violencia son señales inequívocas del renacer del fascismo, aventura que costó millones de vidas, pérdida de materiales y de irrecuperables valores patrimoniales. Ante la gravísima emergencia sanitaria que amenaza a todos, hay que oponer, en aras de la protección de la Humanidad, la cultura de la solidaridad, así como favorecer la colaboración y el intercambio entre las instituciones científicas de más alto nivel. Así pudieron conjurarse las pestes que asolaron el planeta en otro tiempo.

La cultura de la solidaridad se construye desde abajo, en el vínculo con la vecina que solicita un poco de sal, en la disposición a tender la mano a los más desvalidos, en el cumplimiento consciente de las medidas adoptadas para evitar el contagio de otros, en la disposición a la ayuda mutua en situaciones difíciles. Sobre esa base esencialmente humanitaria se levanta, a otra escala, la generosa cooperación internacional. En esa conducta se manifiesta uno de los valores fundamentales de nuestro pueblo, forjado en una historia de lucha en la que, sin embargo, martianamente, nunca se sembró el odio contra el adversario. Constituye uno de nuestros bienes más preciados, el que contribuirá a preservarnos en medio de los avatares de la pandemia.

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