Llegué a La Habana al cabo de una larga travesía. Era de noche. El barco permaneció al pairo hasta el amanecer. Impacientes por desembarcar, los viajeros contemplaban maravillados la curva luminosa del Malecón que parecía acoger con los brazos abiertos a los visitantes. Hasta entonces, había vivido en ciudades de tierra adentro, atravesadas por ríos. El descubrimiento del mar me dejó fascinada para siempre con su azul infinito, el golpear de las olas contra los arrecifes y la pertinaz presencia del salitre. En aquel noviembre lejano, el inicio del invierno acentuaba la transparencia del aire. En la mañana, enfilamos el canal del puerto. Al bajar al muelle, nos esperaba el bullicio, la musicalidad de los pregones y el permanente conversar de todos con todos.
En la medida en que iba creciendo, se expandía mi conocimiento de la ciudad. Primero fueron los parques de la Avenida del Puerto. En uno de ellos reposaba un busto de Enrique José Varona y en el otro, la estatua sedente de José de la Luz y Caballero. Vinieron luego los vericuetos de La Habana y los largos recorridos hacia Marianao por Puentes Grandes, donde el poeta Julián del Casal visitaba a la precoz Juana Borrero, y por lo que entonces todavía se conocía como Calzada Real. Las visitas al Hurón Azul del pintor Carlos Enríquez me hicieron recorrer la Calzada de Jesús del Monte evocada, en texto clásico, por el poeta Eliseo Diego. Así, por vía de la sensibilidad, se fue sedimentando mi amor por la ciudad.
Para la ciudad en ciernes, después de algún que otro traslado, la semilla de todo estuvo en el puerto. Los primeros tiempos fueron difíciles. Hechas de material inflamable, las casas sufrían frecuentes incendios. Pero la situación geográfica fue razón de su pronta prosperidad. Llave del nuevo mundo y antemural de las Indias Occidentales, junto a la corriente del Golfo, ruta acuática hacia Europa, devino punto de reunión de las flotas que transportaban al Viejo Continente los bienes extraídos de América. En espera de condiciones favorables para el gran viaje, la marinería, los militares y los funcionarios del imperio permanecían durante semanas en la ciudad donde tenían que procurarse albergue, alimentos y maneras de ocupar el ocio.
Resultaba una suerte de turismo forzoso que debió favorecer cierta tolerancia con la mala vida. La estadía de tanta riqueza en tiempos de piratas y corsarios impuso la necesidad de edificar fortificaciones pagadas con el llamado estanco de México. La prosperidad favoreció la fabricación de viviendas de mayor rango y la elaboración del primer diseño urbano. Objeto de disputa por parte de los imperios de la época, fue ocupada por los ingleses que la devolvieron a España a cambio de la península de la Florida. Al mar debió La Habana su prosperidad y la apertura de la mirada hacia los anchos horizontes que se extendían más allá del Atlántico, mientras el resto de la Isla, amparada por la distancia que la separaba del poder central, se relacionaba con el Caribe a través del contrabando.
Herederos de las fortunas acumuladas por sus padres, los criollos construyeron casas dignas de su rango. Siguieron las pautas de las tendencias dominantes en cada época, pero las adaptaron a los materiales disponibles y a las condiciones del clima tórrido. La edificación de las fortificaciones había formado albañiles habilidosos. El tráfico marítimo y la disponibilidad de maderas preciosas impulsaron la aparición del astillero para la reparación de naves y para dotar de barcos a la armada española. Con ello, los distintos oficios, incluida la carpintería y la herrería adquirieron alto nivel.
La arquitectura se benefició de esas ventajas. Para sobrellevar el calor, había que procurar la mayor circulación de aire, desde el patio interior, con privacidad resguardada por ligeras mamparas, hasta los anchos ventanales abiertos hacia la calle. La marca de la singularidad ha acompañado todo el desarrollo de la arquitectura en una ciudad portuaria, acogedora a intercambios de la más variada naturaleza y, a la vez, sometida a condiciones ambientales que exigen procurar el bienestar de sus habitantes. El ardor de la temperatura se complementa con los fuertes aguaceros veraniegos y el ondulante terreno que asciende con suavidad desde el litoral.
Por eso, Carpentier definió La Habana como «ciudad de las columnas» que sostienen los portales protectores del sol y de la lluvia en largos recorridos a través de la trama urbana. Suele recordarse al escritor cubano como autor de la definición de lo real maravilloso. Heredero y crítico del surrealismo, el gran renovador en la narrativa latinoamericana asoció lo maravilloso a la noción de lo singular, de lo insólito. Lo descubrió en La Habana Vieja, por suerte hoy día reconocida y restaurada en sus más altos valores, que había recorrido palmo a palmo desde su primera juventud. Al igual que la pintora Amelia Peláez, disfrutó las vidrieras de colores paliativos destinados a filtrar la violencia de la luz. Por lo demás, el trazado de calles y avenidas a través del ondular del suelo, ofrece al caminante atractivos juegos de perspectivas. Andando por Reina y Carlos III, se percibe en el horizonte la Loma del Príncipe.
Quienes concibieron el diseño integral del Vedado, tuvieron en cuenta las posibilidades paisajísticas derivadas de las características del terreno. Paseo y Avenida de los Presidentes ascienden desde el litoral hasta la cumbre desde la cual el observador puede contemplar el conjunto del panorama. La calle San Lázaro desemboca en la escalinata universitaria con los brazos abiertos de su madre nutricia, el Alma Mater, uno de los sitios con mayor carga simbólica del entorno habanero. Sintetiza el afán de conocimiento y la irrenunciable lucha por la soberanía nacional y la justicia social. Por ahí fueron muchos los que bajaron al combate en la ciudad. Fueron muchos también los que cayeron.
Ciudad mítica, La Habana ha sido cantada por poetas, narradores y músicos. Llega a su medio milenio con las cicatrices del tiempo. Hay que celebrarlo. Durante cinco siglos, enfrentando toda clase de avatares, hemos edificado un patrimonio tangible, una memoria y una cultura. En la singularidad y en la dimensión humana de la ciudad residen algunas de sus fortalezas. Tenemos que reconocerlas y valorarlas para, sobre esa base, seguir diseñando el futuro.