El establecimiento de la jornada de la cultura cubana entre el 10 y el 20 de octubre se basó en conceptos que rebasaban la creación artística y literaria. Sin descartar la importancia de esta última, subrayaba la existencia de valores culturales que atravesaban la sociedad en su conjunto en una pausada y multifacética construcción del ser cubano, entretejida con el proceso histórico de la nación. Tenía su sustrato en un fermento popular que iba adquiriendo conciencia de sí. En los campamentos mambises convivieron antiguos esclavos, mestizos que sentían el peso de la discriminación y letrados con formación cosmopolita. En la tradición del cimarronaje aprendieron a sobrevivir en condiciones de suma precariedad. Años más tarde, después del estallido de La Demajagua, a poco de desembarcar por Playita de Cajobabo, en artículo dirigido a una publicación norteamericana, Martí reconocería en esta fusión combatiente una de las razones determinantes de nuestra capacidad de gobernarnos por cuenta propia. No habría entre nosotros posibilidad alguna de guerra de secesión, sostenía. No desconocía por ello la contribución de los escritores y artistas. Desde la distancia, siguió los pasos del quehacer de los cubanos, a quienes dedicó numerosos comentarios con visión crítica e inclusiva. De acuerdo con esta línea de pensamiento, en pleno período especial, Fidel concedió primacía a la salvación de la cultura.
Lejos de cumplir una función meramente decorativa, como resultado de la observación de las múltiples facetas de la realidad y de la búsqueda de un lenguaje específico, las obras de arte expresan una visión del mundo. Cobran existencia real cuando encuentran interlocutores y logran trascender el tiempo en que fueron realizadas. Así ocurre porque su mensaje más profundo atraviesa la conciencia del destinatario y desencadena una creación personal, un redescubrimiento de sí y de su entorno. Por ese motivo, seguimos leyendo a los clásicos de otros tiempos, visitamos museos y escuchamos en conciertos música de otra época.
El capitalismo impulsó una progresiva mercantilización del arte. Surgieron el negocio editorial y las grandes distribuidoras de libros. Aparecieron los galeristas y más tarde las subastas entraron a formar parte del juego especulativo. Para muchos, adquirir una pieza de un autor renombrado era modo de invertir en un valor duradero. El mercado aprendió a apropiarse y neutralizar los intentos de ruptura planteados por las vanguardias.
Los adelantos de la técnica favorecieron la reproducción mecánica de las obras originales. La mercancía se abarató y alcanzó un destinatario masivo. Con la aparición de los medios audiovisuales, las imágenes y los sonidos llegaron a la intimidad de los hogares y, en la actualidad, acompañan a las personas a través de teléfonos móviles cada vez más sofisticados. El interlocutor de otrora se convierte en consumidor en un mundo donde predomina lo rápidamente desechable. Distanciada de la creación artística, la industria confecciona sus propios productos, y, valida de recursos de mercadeo, contribuye a construir un espectador acomodaticio. Cancela las posibilidades de autorreconocimiento, de profundización y análisis de la realidad imperante. A ese permanecer forzoso en la superficie de las cosas, a ese acallar las interrogantes, fuente de conciencia crítica y de voluntad renovadora de las condicionantes del entorno, responde el calificativo de banalización. El abismo entre los poderosos centros emisores transnacionalizados y la periferia del mundo se agiganta.
En sentido inverso, como factor de resistencia y, en última instancia, de supervivencia, se impone incentivar el ejercicio del criterio. En esos términos definió José Martí la práctica de la crítica. Su escasa presencia entre nosotros preocupó a Juan Marinello desde hace muchos años. A no dudarlo, el crítico es un actor imprescindible en todo entramado cultural. Su papel fundamental consiste en establecer un diálogo creador con el artista y con su destinatario. Sus funciones son múltiples. Le corresponde informar, proponer selecciones antológicas, sugerir un marco referencial, a veces histórico y, con mayor frecuencia, contextual, así como ofrecer su versión de una primera lectura del texto. Su palabra debe conjugarse con otras voces, reveladoras de otras aristas, todas ellas promovidas desde distintos medios de difusión. Ni juez, ni fiscal, inscrito en una red de opiniones, participa en el establecimiento de jerarquías y expresa el clima cultural de una época al que le resulta difícil escapar. Por eso, cuando revisamos la historia del arte observamos que a veces los comentaristas erraron y, a pesar de ello, sus observaciones conservan interés, en tanto testimonios de la complejidad y de las contradicciones de cada momento. Sus modalidades de lectura constituyen más que una guía para no iniciados. Ofrecen caminos para entrenar a un sector más amplio del público en el ejercicio del criterio, porque ese interlocutor silencioso nunca puede ser subestimado. En Cuba tuvimos una experiencia aleccionadora al respecto cuando después del triunfo de la Revolución las pantallas de nuestros cines se abrieron a una filmografía de los más diversos orígenes. En ese ambiente se fue desarrollando un público extenso y sagaz, que producía el asombro de visitantes de otros países.
La formación de ese crítico, inteligente y sensible, necesario en la hora actual y en los años por venir entraña la incorporación de una amplia gama de conocimientos. Tiene que haber entrado en contacto con las artes y las letras desde su etapa escolar. Tendrá que adquirir las herramientas requeridas para descifrar los códigos particulares de cada manifestación. Pero su horizonte tiene que ser mucho más vasto para entender las coordenadas del mundo en que está viviendo porque la obra de arte, cuando trasciende la superficie de lo coyuntural y efímero, se interroga acerca del sentido de la vida y de la historia.