Como suele hacer cuando prepara sus clases, hace unos días mi madre instaló sobre la mesa del comedor todo un arsenal de libros y notas. Hurgando por curiosidad entre los materiales, reparo en el ensayo martiano Nuestra América. Lo tomo y releo su idea inicial: «Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal…». Y de pronto me sorprendo bebiendo el texto de un solo sorbo, una vez más.
Es el verbo de fuego y la frase bella y precisa de su autor lo que atrae con magnética fuerza a esta redactora; pero, sobre todo, la increíble actualidad de su reflexión. Solo quien conociera profundamente la América —esa de la que fue hijo noblísimo—, podría desentrañar la situación por la que atravesaban las jóvenes naciones de entonces y advertir incluso sus peligros futuros; peligros futuros que son ahora presente y realidad tangible.
Pareciera que fue escrito ayer este texto de 1891 en el que José Martí llama a la unidad de las naciones americanas y les advierte sobre los riesgos del aldeanismo, el desarraigo, y el peligro que representa para Nuestra América el vecino del norte y sus ansias de poder. Más de un siglo después de su publicación, la vigencia de su análisis es sorprendente y se nos revela como un urgente mensaje de alerta sobre los males que aún aquejan a Latinoamérica.
Los acontecimientos más recientes que se suceden hoy en nuestro continente, nos presentan a más de un aldeano vanidoso engordando alcancías en complicidad con renovadas apetencias expansionistas y hegemónicas del vecino de marras. Tal y como nos advertía el Apóstol, la desunión que propicia tanto el aldeanismo como el desarraigo, harían posible el triunfo del apetito imperialista, ahora guarnecido con un perverso esquema de guerra sicológica del siglo XXI —que incluye escenarios de mentiras y montajes de noticias, fotografías y videos falsos—, para acabar no solo con las dirigencias progresistas sino también con los pueblos de la región.
Justo como alertaba Martí, esos «gigantes que llevan siete leguas en las botas» podrían ponernos su bota encima si no acaba de «despertar» lo que «queda de aldea todavía en América». Estos no son tiempos —como nos advertía— para «acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada (…), las armas del juicio, que vencen a las otras».
Es en la indagación permanente del ideario martiano donde radican parte de esas claves y enseñanzas cardinales para comprender nuestro continente. De hecho, su obra toda es una defensa de la ética y la justicia social, de los derechos de los humildes y desposeídos, de la integración de América Latina y el Caribe, y de la independencia y la soberanía de los pueblos. El pensamiento de José Martí ha de ser ese llamado actual a la unión de los pueblos «nuestroamericanos», porque a 124 años de su muerte, Martí sigue siendo hoy ese guía imprescindible que crea, predica, advierte y que, como Bolívar, tiene mucho que hacer todavía en América.